Publicado en la revista Hoja Blanca | Humana Especie | Diciembre 12, 2011
Leí la carta de renuncia de Camilo Jiménez, días antes de que fuera noticia. Estaba publicada en su blog personal y llegué a ella a través de Twitter. Al leer, entendí su frustración e impotencia. Confronto también esa apabullante apatía y mediocridad, no sólo con mis alumnos sino también con muchos de mis colegas.
Mis estudiantes no son universitarios, pero les exijo como si lo fueran. A la edad de ellos, cursaba ya cuarto semestre de Comunicación Social en la Javeriana. En Estados Unidos, país donde resido, los profesores contamos con esa libertad, pero también tenemos que preparar cinco clases diarias y cumplir con otras muchas responsabilidades. Aun cuando mi realidad es diferente, me identifiqué con el sentimiento de la carta, pero nunca estuve de acuerdo con los argumentos poco (o nada) pedagógicos que Jiménez dió para su renuncia.
Luego llegó el bullicio. El Tiempo publica el texto y legitima su status de noticia, lo que en Colombia equivale al lanzamiento de un nuevo reality show. Nada parece ser más importante que juzgar a Jiménez, defender a los alumnos, criticar la educación básica, buscar culpables. Las noticias son otra telenovela en nuestro país, una práctica que poco se esfuerza por establecer preguntas de fondo o proveer contexto. Nuestro periodismo personaliza, culpa, insulta, defiende y trivializa los temas profundos, convirtiéndolos en meros incidentes coyunturales. Todos opinan, algunos docentes universitarios se manifiestan, pero las directivas de la Facultad de Comunicación Social no dicen ni mu. Un silencio aún más ruidoso lo generan las Facultades de Educación y el mismo Ministerio, un silencio que se reflejó de exacta manera durante las marchas estudiantiles.
La carta de Jiménez es el reflejo de una realidad en el aula de clases; eso es indiscutible. Pienso que sólo quien ha sido profesor, en los últimos 10 años, puede opinar con la propiedad que da la experiencia. Yo no discuto que el desinterés de los estudiantes haya incrementado, dramáticamente, en los últimos dos años. Apoyo y promuevo la importancia del desarrollo de la lecto-escritura como capacidad esencial para el pensamiento crítico; es más, la considero obligatoria si se trata de estudiantes de avanzado nivel, en un énfasis editorial. De hecho, el método del resumen es uno de los que utilizo en mi clase y he visto la dificultad que parece representarles ese trabajo a muchos de mis estudiantes. Reconozco que la soledad y la introspección no son capacidades que caractericen a estas generaciones, y que los medios contribuyen a la generalización de una cultura de la inmediatez y superficialidad.
Un alto nivel socioeconómico tiende a influir en la apatía, puesto que consiente una vida donde los individuos no han sido expuestos aún al mundo real ni a la palabra “necesidad.” Sí, estamos de acuerdo. La vida es quizás nuestra más grande maestra, aún cuando miles de académicos se sientan en la cúspide de la pirámide del saber, como si el conocimiento fuera una cuestión estrictamente textual. Puedo dar fe de lectores, académicos e intelectuales consumados que son individuos de calidad humana cuestionable. Quien lee a Tolstoi conoce el alma humana, pero no necesariamente la tiene. ¿De qué le sirve al mundo un sujeto brillante que carezca de empatía?¿De qué le sirve a la humanidad una educación cuyo propósito de fondo no sea humanizar?
Es necesario entender que esa carta ha abierto dos discusiones radicalmente diferentes: la docencia como oficio y la educación como concepto. No todo docente es educador ni todo educador es docente. La docencia es sólo una de las tantas maneras de ser educador, pues educar es una vocación y no un oficio. Digo la palabra “vocación,” lejos de connotaciones que remitan a la noción de apostolado o martirio. Me refiero a que hay mucha gente que educa a través de otro tipo de espacios y prácticas, desde un director de cine hasta un padre de familia. Algunos videos de TED, por dar un ejemplo concreto, logran lo que algunos docentes jamás alcanzan en el aula.
El docente es también un educador cuando se identifica en él una fuerte necesidad de despertar la humanidad en otros individuos. Busca maneras de que su trabajo emita un mensaje que contribuya a la construcción de sociedades más justas y democráticas, de dar ángulos nuevos para ampliar la gama de referencias en el análisis, mientras promueve el pensamiento crítico. El docente educador es consciente de quién es, de quién es su audiencia y es sensible a los tiempos en los que vive. Eso le permite diseñar el mensaje para que sea efectivo y relevante, tanto para sus alumnos como para la época que les tocó vivir. Su meta no es sólo comunicar un conocimiento y desarrollar capacidades en otros; es también seguir adquiriendo más conocimiento y desarrollar más capacidades en él mismo. El docente educador es un apasionado autodidacta, un personaje motivado por el deseo perpetuo de aprender, tanto como el de enseñar.
La docencia es ciencia, pero también es arte. La dimensión científica se encuentra en los textos de métodos pedagógicos y en la comprobación de la efectividad de los experimentos que se hagan en el aula. El arte de este oficio es la capacidad que el docente tiene de leer intuitivamente a sus estudiantes y la realidad de su tiempo. Ésta es la parte que hace cualquier contenido relevante y que establece una relación bilateral entre profesores y alumnos. La educación no puede limitarse a la unilateralidad de la transferencia de contenidos ni a la del desarrollo de ciertas capacidades cognitivas en el otro. Hay un eje, un norte que le da dirección a la escogencia de los contenidos, de los métodos, y las capacidades que se quieren desarrollar en los estudiantes . . . un fin último, muy superior al del saber por el saber. Esa meta, repito, es el deseo de contribuir en el desarrollo de individuos y sociedades más humanas. Es el desarrollo de la capacidad ética en los estudiantes, entendida como una dimensión esencial dentro de la práctica de su futura profesión, la que genera trascendencia.
No voy aquí a emitir juicios sobre si Jiménez es un docente educador o un simple instructor. No lo conozco ni he estado sentada en su clase. Pienso que su carta, si acaso, debería abrir conversaciones que abarquen mucho más que la historia circunstancial de su renuncia o el análisis de sus capacidades como educador. No estoy interesada en contribuir aquí a la alimentación de un estrellato fortuito e inmerecido, ni a distraerme del tema que nos compete. Le apuesto más a una conversación sobre lo que significa (hoy) educar y al cuestionamiento del modelo de docencia del siglo XX. Lo que sí debo decirle al profesor Jiménez es que una renuncia pública, señalando una culpabilidad clara, debe venir mejor argumentada.
La apatía y la mediocridad de estudiantes y profesores se deriva de la falta de consenso sobre el significado de la palabra Educación. La academia, la escuela, los docentes y los estudiantes no son los únicos responsables del éxito de un proyecto educativo; ese consenso es de carácter nacional e involucra a todos los ciudadanos. De nada sirve emitir un mensaje en el aula, cuando se pelea contra una cultura de padres y docentes que no dimensionan el verdadero sentido de la educación, o contra una cultura mediática que genera actitudes contrarias, en lugar de participar en estos procesos. Basta ver la manera en que han sido abordados temas como el de las marchas estudiantiles, el del asesinato de los militares secuestrados, las marchas por la paz, el trasero de fulana y la renuncia de sutano a su cátedra. Da grima ver como sólo una telenovela mediática puede estimular la capacidad de reflexión en Colombia . . . aunque sólo sea retórica. No responsabilizo aquí sólo a los profesores ni a la academia, responsabilizo a la sociedad entera.
La educación debería ser el canal para construir nación, un proceso donde se logren consensos y acuerdos entre individuos y gobierno, donde se determine y se desarrolle el tipo de sociedad que todos queremos. Es obvio que la visión instrumentalista ha convertido a las instituciones educativas en industrias de producción; al conocimiento, en mercancía. Ahora, más que nunca, creo en la urgencia del trabajo docente, pero también veo la necesidad de replantear sus paradigmas. El acceso inmediato a la información le quitó a la docencia la función de una plana transferencia de conocimiento, y anuló la jerarquía que el ego académico todavía se esfuerza por preservar. El docente debe ser hoy un curador de información y un diseñador del aprendizaje, alguien comprometido con cada alumno y con la sociedad que lo rodea. Debe, además, buscar desarrollar la dimensión ética de cada campo profesional, en cada uno de sus estudiantes. Si la ética, o el pensamiento crítico humanizado, no es considerada como una capacidad esencial en la educación, entonces se convierte en aliada de la visión industrial de la cual tanto se queja.
La mayoría de los docentes quieren enseñar de la manera que ellos mismos aprenden, aspirando también a que sus estudiantes se interesen únicamente en sus intereses. Todo docente debe ser también un comunicador, es decir, alguien que le de importancia a la audiencia en el diseño de la forma y la efectividad del mensaje. Para ello hay que conocer a los estudiantes, sus lógicas cognitivas, sus propuestas, sus preocupaciones y el mundo en el que ellos se mueven. Además de la precisión y el pensamiento crítico, deben desarrollarse capacidades como la empatía, la imaginación y la ética. Aprender esos elementos es una obligación esencial del educador, si su objetivo final es la de transformar y desarrollar el potencial humano de sus estudiantes. Si la misión es otra, la respuesta más sensata es reconocer la falta de vocación, dar un paso atrás y buscar otro camino. Adelante, aplaudimos su sabia decisión. Por favor . . . renuncie.