Los significados no se dan en la esencia de las cosas, se dan en las relaciones. Más allá de existir por sí mismas, las definiciones se gestan en contextos, en la interacción con lo que no se es, en el reconocimiento mismo de la diferenciación con un “otro.” No podría haber un entendimiento del cuadrado sin la confrontación con la idea de un círculo o la de un triángulo. Es precisamente de cara a algo distinto donde se nos sugiere una manera concreta de definirnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea.
Explicar este asunto semántico es bastante sencillo si se ilustra con el ejemplo de las figuras geométricas, pero la cuestión se torna más compleja cuando se habla de conceptos que intentan describir materias más humanas. El caso puede hacerse aún más delicado cuando dichos conceptos categorizan o establecen jerarquías, creando injustas dinámicas de poder en la sociedad, con sutil y perspicaz violencia simbólica. Me refiero específicamente a la noción de raza, al interrogante generado en cada una de las oportunidades en que esta palabra (o cualquiera de sus categorías) surge en el discurso político, mediático y popular. También me refiero aquí a la proliferación de discursos multiculturales que, con sus nobles propósitos de inclusión y justicia social, inadvertidamente terminan acogiendo y celebrando las divisiones raciales. Si bien es claro que el propósito es amplificar la presencia de los menos reconocidos por la ley en las políticas públicas, también es cierto que este afán de rotular tiende a cosificar las identidades, cargándolas de definiciones tácitas, superficiales y estigmatizantes. Se ha comprobado que ese reconocimiento y esa afirmación de la identidad racial puede generar también un efecto contrario: en lugar de fortalecer la presencia de las minorías, fortalece la percepción de las diferencias y ahonda las brechas entre las diversas razas. Así se multiplican los estereotipos y se perpetúan las mismas tensiones sociales que el multiculturalismo intenta desvanecer con ahínco.
El problema de fondo en esta paradoja no es un simple problema semántico. Más que la definición misma, el problema es quién define, quién es definido, por qué y para qué. Es un asunto de carácter político, un mecanismo de poder, pero también un problema de percepción colectiva. En lugar de hablar de “las razas” en plural, la campaña por la igualdad debería apostarle a una táctica más útil, la estrategia de darle énfasis a “la raza” en singular, a la raza como concepto. Mi propuesta es difundir un revisionismo histórico de los orígenes y causas del concepto, analizar sus efectos y redefinirlo públicamente. La labor multicultural debería ser un oficio eminentemente educativo, no una campaña que estigmatice o comercialice las diferencias. El foco debe centrase en la eliminación de prejuicios sociales y en la labor de generar consensos en la creación de nuevas formas para definirnos como sociedad. Es un proceso donde el acto de aprender consiste, precisamente, en desaprender.
Muchos científicos contribuyen hoy a la labor de desaprendizaje, tratando de desvirtuar la noción de raza como un concepto que realmente defina la diferenciación entre los seres humanos (volviendo al inicio de este escrito). Algunas voces científicas, como las del proyecto del genoma humano, tímidamente han hecho público un “descubrimiento” que es ahora un debate: la posibilidad de encontrar variaciones genéticas dentro de una misma raza es tan alta, como la probabilidad de encontrarlas entre personas que pertenecen a grupos raciales diferentes. En otras palabras, la ciencia está tratando de confirmar que la raza no es un concepto propiamente genético, ni una categoría que defina algo más que un fenotipo, una forma de verse, una constitución física. No existen pruebas genéticas de que las habilidades cognitivas, o la propensión a ciertas enfermedades, sea un asunto racial. Es cierto que los bajos coeficientes intelectuales y la propensión a enfermedades cardíacas o a condiciones como el alcoholismo, pueden presentar índices más altos en determinados grupos raciales. . . con la salvedad de que la razón de fondo no tiene una explicación genética, sino una cultural y social.
Cuando se analizan los contextos de opresión a los que han sido confinados dichos grupos, a lo largo de la historia, se entiende como algunos se vieron obligados a modificar sus costumbres culturales y a adquirir hábitos alimenticios que no son precisamente los más sanos. Con el tiempo, esas modificaciones se han convertido en tradiciones étnicas que celebran el pasado de un pueblo. Eso explica la propensión a ciertas enfermedades cardíacas en los afroamericanos, causada por una dieta de altos contenidos de grasas, heredada de la experiencia de la esclavitud. Si a eso le sumamos el escaso acceso a oportunidades de educación y desarrollo, el cuadro puede explicar muchas de las deficiencias cognitivas y/o sicológicas de otros grupos. En Estados Unidos, por ejemplo, se considera que la raza indígena tiene una fuerte propensión al alcoholismo (debido al los altos índices de la misma en dicho grupo). Los índices pueden ser reales, estamos de acuerdo, pero las razones para explicar ese alcoholismo no son tampoco genéticamente raciales, sino socioculturalmente raciales. Esas estadísticas no prueban las capacidades o problemáticas reales, desde un ángulo biológico; lo que sí se prueba allí son las injustas consecuencias de un sistema de estratificación social, que ha sabido mantenerse vigente, efectivo y eficaz, a lo largo de la historia.
Si la ciencia tomara una posición más decisiva en el debate, confirmaría lo que las ciencias sociales saben desde hace mucho: la raza es un artefacto, un constructo social arbitrario que se ajusta de acuerdo a los intereses políticos y económicos de un poder específico. No es gratuito el hecho de que el concepto de raza deba su origen al período colonial, donde el interés por oprimir a determinados grupos sociales (léase indios y negros) era impulsado por la campaña de expansión del imperio español y británico. Desde entonces, los humanos empezamos a ser estratificados por nuestro color de piel – ya no sólo por la religión, el origen geográfico, o la clase social, como sucedía hasta entonces. Fue en este período histórico donde nació la idea de adscribirle niveles de capacidad mental y física al color de piel, jerarquizando a la sociedad desde un ángulo etnocéntrico y maquiavélico.
Si este hecho no es lo suficientemente contundente para probar la mezquindad ideológica de la estratificación racial, podemos visitar también la retórica que ayudó a fundar las políticas raciales de la Alemania Nazi, la eugenesia, una filosofía que defendía una “higiene racial” a través de tácticas como el asesinato institucional de grupos considerados inferiores. Sobra que mencionemos aquí los abominables hechos y eventos que enmarcaron el horror del Holocausto y la discriminación sistemática de los judíos, un grupo étnico al que deliberadamente se le definió como raza. Bien se sabe que el propósito de esa persecución “racial” no fue más que un pretexto para asegurar los intereses políticos, económicos y ególatras, de un sicópata popular de bigotito.
Lo curioso es que esta estrategia no fue ideada por Hitler, quien de hecho copió los métodos que los Belgas habían utilizado antes en Rwanda durante la primera mitad del siglo XX. Fue el afán colonialista de Bélgica el que generó el atroz antagonismo étnico en dicho país africano, uno que después culminó en el nefasto genocidio del año de 1994 (detonado por la caída del líder Hutu a manos de extremistas Tutsis). En esta masacre murieron cerca de un millón de personas, a machetazos, en un corto y sangriento lapso de 100 días. Estas matanzas no fueron más que una consecuencia natural de la lógica racial que impusieron los Belgas, quienes al institucionalizar la estratificación de ambos grupos, sembraron una enemistad y resentimiento irreconciliables que no lograron sino incrementarse con el tiempo. La estricta sistematización consistió en la adjudicación de tarjetas de identificación racial, privilegiando a los Tutsis (por sus rasgos «más refinados,» se les consideró menos alejados de la raza blanca), dándoles acceso a la educación, a la salud y a todo tipo de beneficios públicos y políticos. Tal fue el pago por la cruel alianza que tuvieron con los colonizadores europeos, a quienes los Tutsis apoyaron en el propósito de explotar a los Hutus, sometiéndolos a humillantes labores infrahumanas de producción.
La raza no existe como concepto genético para diferenciarnos de los de nuestra propia especie, pero sí existe como concepto en el imaginario de la gente y en la experiencia de la vida cotidiana. La raza existe como ideología y el racismo es su praxis. Las categorías de clasificación humana, basadas en el color de piel, deben mirarse como un mecanismo de dominación ya en desuso, que sólo tuvieron sentido dentro de los contextos históricos y políticos de algunas hegemonías específicas. Hoy carecen de valor porque nuestra relación con el mundo es diferente, nuestro acceso a infinitios discursos es demasiado amplio, y ahora somos más conscientes de que los significados no son esencias inamovibles sino relaciones en continuo flujo. No podemos permitir que en pleno siglo XXI, categorías tan retrógradas y manipuladoras nos definan; no podemos pretender que las cosas cambien cuando se mantienen puntos de referencia tan poco dicientes y tan fuera de contexto. Si la meta es acabar con la discriminación racial, no existe entonces una manera más efectiva que iniciar el desmantelamiento de la raza como concepto. Hemos sido condicionados a tragar entero desde temprana edad escolar y es hora de reclamar un presente que nos pertenezca. En estos días, apostémosle a una revisión de todos los términos divisores, a desaprender los condicionamientos sociales impuestos por los intereses políticos y a buscar mecanismos de diálogo que faciliten nuevas formas consensuales (y mutualistas) de definirnos como sociedad. ♣
Publicado en HOJA BLANCA | “Humana Especie” | Agosto 8, 2011