Por: Juan David Torres Duarte
Los periodistas no tenemos memoria. Hoy escribimos una nota y mañana apenas si recordamos, de modo muy vago, algunos detalles. Entonces se nos pregunta si sabemos de qué trata este o aquel tema y creemos, como haría cualquier aficionado, que tenemos todas las cartas en la mano. No es cierto, por supuesto. Un periodista alcanza a tener una visión general del asunto; cuando alcanza las profundidades, lo acusan de intruso, parcial, inequitativo. Los apelativos siempre son inútiles, por eso no hacen parte del debate. Sin embargo, y con qué galante astucia, nos miramos a las caras y creemos que la vida es tan simple como se ve en las palabras.
Buscamos que todos nos entiendan y a veces nadie nos entiende. Buscamos un lenguaje de fácil acceso, que todos puedan escudriñar, y a ratos lo único que logramos es una sentencia o un diálogo más o menos acertado. Tenemos las cartas en nuestras manos, pero no sabemos usarlas. Tenemos todo el conocimiento posible sobre todos los temas, pero no sabemos convertirlos en poesía, en letra; no sabemos, en últimas, que alguien nos va a leer. La nota se va y se olvida; el gráfico se va y se olvida. La memoria de los periodistas es mínima porque el ejercicio cotidiano la debilita o la vuelve demasiado tradicional. Nos acordamos de ciertos grandes aspectos, de las fechas, de los sucesos, pero evadimos el trasfondo, que siempre le da forma a los primeros planos. Habrá ciertos artículos que tengan gran contenido, gran contexto, grandes letras; de seguro ya nadie lo recordará pasado mañana.
El lector también tiene mala memoria y por eso hay que recordarle, en cada artículo, en cada párrafo, una posible referencia que no conozca, un personaje que no tendría mucho sentido sin un cargo. A veces no son suficientes las palabras, hace falta el puesto, hacen falta sus logros. Y pensar que hay hombres sin logros y con tantas cosas por decir. Los periodistas somos ignorantes: ignoramos todo, creemos saber cuáles son los temas realmente importantes, los intereses de la mayoría. Ya es hora, ya es hora, de reevaluar las condiciones en que escogemos noticias. Ya es hora, en verdad, de decidir si queremos darle una cara al relato o volverlo una cifra que, en últimas, es una abstracción y no pone en la carne del lector la carne de la historia.
Tendríamos que darnos cuenta de que nuestras palabras tienen un efecto sobre los otros; esa dimensión del discurso escrito no es, creo, singular del periodismo. Es el mismo efecto que tiene en nosotros un gesto ajeno en medio de una conversación, el tono y la fuerza de una palabra, el entorno en que es dicha. Decir no es sólo decir, como verán. Decir es mostrar, demostrar, refutar, anudar, asumir, respetar, descubrir. No es revelar, polemizar, escandalizar, sobreactuar: esos valores —si es que así se los puede llamar— que, de pronto, le impusieron al periodismo por vía de la farándula. Nos llenamos de lugares comunes, pensamos conocer al lector muy a fondo, saber en detalle sus gustos. No sabemos nada, nada de nada. Un lector no es una máquina, un lector es un lector. Y deberíamos fijarnos en semejante perogrullada: un ser humano, a veces crítico, a veces reflexivo, a veces holgazán.
También nosotros tenemos malos momentos, pero no podemos tener malos criterios. Nos podemos equivocar, pero no podemos insistir en el error. Es más que obvio. Insistir en que el periodismo, por ejemplo, salva la democracia de la sociedad, es un vestido que al periodismo no le combina. ¿Por qué nosotros? Esa tarea es de los gobiernos y los congresos, que hacen y promulgan las leyes que, en definitiva, sostienen la democracia. El periodismo, si algo hace, es dibujarles un entorno a los lectores, darles un brochazo del mundo en que viven. Y aun así nos quedamos cortos porque no tenemos filosofía, no tenemos estética, no tenemos arte. Tenemos palabras y no sabemos usarlas. Tenemos una lista de candidatos a titulares, los mismos de siempre; siempre los mismos giros, siempre las mismas afirmaciones y las mismas estructuras.
Si algo puede hacer el periodismo por sí mismo —sí, porque también puede hacer cosas para su propia salud, no siempre la de los demás— es mejorar su esqueleto, afinar sus esquinas, barnizar sus cantos. Pero no, nada de eso le interesa a los periodistas: porque pensar en términos estéticos es cosa de filósofos y no de periodistas. Entonces, ¿qué es un periodista? ¿Un simple emisario de información? Si esa es la definición, cuáles serán sus principios. Ningún periodista es imparcial. Ningún periodista es objetivo. Ningún periodista le debe nada a nadie. Un periodista, por momentos, ni siquiera se debe a su lector. Un periodista no es más que una persona que, de un modo u otro, busca que el lector sienta interés por una historia que quizá no le va a cambiar la vida, no le va a cambiar el sentido de su existencia, pero lo va a poner a pensar por un momento. A detenerse en un mundo donde la vida quieta es sinónimo de autismo y egolatría. Y eso es todo. Nada de democracia, nada de vigilancia a las instituciones. No somos jueces, no somos superintendentes. Somos periodistas. Somos, en muchos sentidos, artistas: tenemos en nuestras manos un caos de información, una mezcolanza de datos que deben tomar forma por nuestra mano.
¿Les parece poco? A algunos sí, les parece tan poco que lo hacen a diario. Hay que reflexionar, que proponer, que analizar. Quizá tengamos la habilidad para hacerlo en un solo día; estoy seguro, de cualquier manera, que cada historia da su tiempo. Una historia en verdad importante tiene el sabor de un beso con el mar a los pies. Su importancia no depende del número de personas a las que afecte, ni del número de muertos que haya producido. Su importancia nace en el hecho humano, en la sensibilidad misma, que nos incluye a todos. La historia de un derrumbe en Checoslovaquia no es menos importante que la de la explosión en una mina en Colombia. El criterio pierde toda sensatez. Si un periodista logra contar la historia desde dentro, de seguro en el lector, como en el periodista mismo, se pondrá en actividad una sensibilidad que es propia del ser humano.
Nuestros criterios están completamente alejados de la realidad, de la realidad que es, al mismo tiempo, mera ficción. A través de nuestras palabras se forma un entorno, de modo que no cabe duda de que “creamos” un mundo. Por eso somos artistas. Y ese mundo es, en muchos sentidos, pura ficción: les contamos a los lectores historias que no ocurren a la vuelta de su casa, sino al otro lado del mundo. Y por esa razón hay que hacerlo con sensatez, decencia y juicio. El efecto que provocamos a través de nuestras narraciones es el mismo de un buen cuento o una excelente novela. Nos conmueve, nos obliga a repensar. Nos llena de preguntas, que es el modo en que comienzan las verdaderas revoluciones. Remueve los presupuestos, desnuda los prejuicios. Así que el periodismo no tiene sólo un efecto estético, sino también ético.
Las buenas historias no tienen género. Por eso no tiene razón de ser que las noticias económicas sean densas, casi ininteligibles, y las noticias de cultura tengan una sazón más ligera. El principio sensible sobrepasa cualquier pretensión de ese tipo. El periodismo es una forma de abalanzarse contra la ignorancia; no sirve, sin embargo, para educar a nadie. El periodismo, en esencia, no sirve para nada.
Juan David Torres Duarte Periodista del diaro colombiano El Espectador. Encuéntralo en Twitter como @acayaqui
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cómo me acuerdo de ud, juan david….excelente
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