Por Juan Esteban Villegas
[…] Y ahí yo, rumbo al colegio, en silencio, con mochila al hombro, dando tumbos por la acera sin saludar a nadie, con la vista fijada en el piso.
A pesar del brutal proceso de urbanización que lentamente se había comenzado a tomar al barrio, todavía para 1993 Belén había logrado conservar cierto aspecto pueblerino: con sus mercados al aire, su parque central y su iglesia cagada de palomas con mendigos de pies y manos agangrenados adornando los atrios en los que brujos de uñas largas y sombreros de paño con plumas incrustadas extendían sus tapetes para colocar sobre ellos el incienso, la uña de gato y los demás elementos de ligue y rezos que vendían para satisfacer las demandas de hechicería amatoria de un pueblo católico, apostólico y romano que todavía creía en brujos. Ya a las afueras del parque, no era extraño ver que las aceras de las cuadras residenciales estuviesen tapizadas con papas criollas, aguacates, limones, zapotes, yucas, rábanos, hojitas de cilantro y yantén. Los dueños de aquellas tienditas al aire libre eran los desterrados del parque. Los parias. Tampoco era extraño ver que enseguida de una tienda de legumbres hubiesen talleres de motos y carros, cerrajerías, peldañerías, peluquerías, entre otros.
El tiempo, en el barrio Belén, era un vómito, una plastilina, algo con lo que se podía jugar. Por eso el camino al colegio fue siempre mágico. Es una verdad indiscutible que las mañanas pesan, y que pesan más cuando se es niño y en la espalda se cargan esos enormes mamotretos de libros escolares en los que aún se decía que la población colombiana era de veintinueve millones a pesar de que para ese entonces el país ya rondaba los treinta y cinco. Con todo y bulto, ahí estaba yo, como quien salta vallas, brincando por las aceras para no ir a pararme en algún aguacate suave, brillante y verde o en un gajo de bananos que estuviera listo para la venta. Belén era una fiesta a las siete de la mañana. Gritos de venteros, el chisporroteo de sopletes, el lento y estridente engranar de los motores que daban de comer a tantas familias con fábricas caseras, el pito de los buses, los carros, las motos; el eterno palpitar de una ciudad que, hasta hoy, no ha aprendido a valorar el silencio.
Aquel concierto disonante era mi segundo desayuno. En este instante me parece estar escuchando el cantar sincopado de los vendedores de frutas – ¡el cilantro fresquito! – con sus siete sílabas perfectamente encajadas en un vals tres cuartos; los pitos disonantes y acaso minimalistas de los buses cuyos aullidos trompeteados eran seguidos por los rápidos silbidos de un freno de aire con complejo de flauta picolo. Entre esas diez cuadras que separaban al colegio de mi casa recuerdo que había dos semáforos (hoy hay diez, uno por cuadra). Pienso en aquel par de semáforos y recuerdo que cuando la luz que daba vía a los carros, motos, buses y carretas haladas por caballos cambiaba a verde, yo aprovechaba para tomar aire y mirar al mundo, esta vez con más detalle. Fue en una de esas pautas obligatorias de semáforo que pude por primera vez entrar en contacto con la tristeza profunda del colombiano promedio y de clase baja. Bien peinados, oliendo a jabón, simplemente a limpio, humilde pero pulcramente vestidos, con camisas de un blanco que nada tenía que envidiarle al blanco de las yucas recién partidas que los dueños de las tienditas tendían en el piso a la vista de todos, aquellos hombres y mujeres esperaban con paciencia el bus que los llevaría al otro paradero en el que tenían que coger dos buses más para así poder llegar a esas enormes casas del barrio el Poblado en las que trabajaban como sirvientas o vigilantes. Se aferraban a sus mochilas y sus carteras como quien se aferra a un hijo o hija que ha decidido marcharse de casa. En sus caras se reflejaba un sordo cansancio, una soledad digna, y no sé por qué, pero pensé que de alguna u otra manera, ese era el mismo rostro que mi madre exhibía al mundo una vez que yo salía de mi casa rumbo al colegio.
Así transcurrían las ocho primeras cuadras: un manojo de tiendas, gritos, humo, pitos, dos semáforos y cientos de caras tristes. A esas alturas ya éramos varios los niños que nos juntábamos para caminar en manada hasta el colegio. Como suele suceder, adelante, encabezando aquella procesión de enanos que nunca soñarían con un futuro, iban los hablantinosos, los grandes, los que mejor jugaban al fútbol y que nunca llevaban mochila al colegio. En el medio, guardando cierta distancia de los hércules que lideraban el desfile, iban las niñas, con sus pequeños y tímidos cuerpecitos forrados con uniformes de cuadros color gris azul oscuro y medias blancas que coqueteaban con sus pantorrillas. Cuando no estaba ocupada con pesadillas, aquellas eran las niñas que solían pasearse por entre mi cabeza, jugando a coger mariposas, saltando lazo o comiendo bombombún. Eran también las niñas que a ratos desaparecían, justo cuando papá entraba a media noche oliendo maluco y me despertaba para decirme que me quería pero no tanto como a Castro y a Lenin.
Atrás iba yo, ni triste, ni alegre, casi neutro, mirando por encima de las cabezas de los que lideraban la procesión, pensando en la ducha de esa mañana, en los libros que leeríamos ese día con la profe Luz Piedad. Después de la octava cuadra el panorama cambiaba. El ruido que hasta ese entonces había estado carcomiendo nuestros oídos parecía ser engullido súbitamente por esos largos pero sucios lotes que, después de clase, solían ser usados para jugar fútbol, pero que en horas de la mañana, estaban revestidos de un silencio que, más que auditivo, era visible. Si acaso una tienda en la que los de adelante, al pasar por ella, escupían y pateaban frutas, mientras que las niñas, entre risas y pequeños gemidos de tímida y vergonzosa aprobación, parecían celebrar las hijueputeces de aquellos; o el ruido aislado de un motor industrial; o el motor asfixiado de un taxista mañanero buscando pasajeros que nunca aparecerían. Pero fuera de eso, de la octava cuadra en adelante todo era silencio, calma, desfile de perros flacos y gatos más flacos, lamiendo o husmeando botellas vacías de cerveza, condones o colillas de cigarrillo.
Era ahí donde también estaba su casa. De paredes color crema y un cemento corrugado que daba la impresión de estar forrada en piel humana; su puerta blanca, austera, y una escases de ventanas frontales que era compensada con un enorme balcón de todo el ancho de la fachada, aquella casa no despertaba en nosotros el misterio infantil que a ratos despiertan ciertas estructuras arquitectónicas. Era una casa normal, y ese solo detalle constituía para mí quizás su mayor encanto. Perrault y los Grimm me habían hastiado de casas mágicas, de castillos embrujados, de bestias locas en busca de princesitas que violar, o niños con los cuales saciar su hambre. Era una casa, y ya. Una casa, simple como las tantas que hay en Medellín. Sin embargo, debo admitir que su balcón, de muro medianamente alto y con un tubo metálico color rojo incrustado en él, me enterneció. No me intrigó. No. Me enterneció. De su techo de ocres tejas podridas guindaban unos enormes helechos de ramas negruzcas que se desangraban hasta rozar el tubo rojo. Desde la calle, el balcón parecía tener capul. Por entre aquellas lengüetas, a la derecha, colgada sobre la pared que daba de frente, se podía ver el brillo metálico de una jaula en la que un pajarito trinaba en lo que para mi parecía ser un Mi menor. Cantaba, comía alpiste, bebía agua, caminaba por el trapecio y volvía a cantar. Yo no podía entender cómo esa criatura convicta no alcanzaba a darse cuenta que nunca más podría volar o buscar comida por cuenta propia. El pensar que algún día sus dueños en bondadoso gesto lo dejarían volar me angustiaba de manera profunda. ¿Cómo lograba cantar de mañana y tarde? Al otro lado de la jaula, a mano izquierda, las lengüetas del helecho también hacían de las suyas. Tras ellas se avizoraba un cuadro del divino niño de Praga haciendo equilibrio sobre un globo terráqueo de un azul y un verde pálidos. Y justo por debajo de aquel mapamundi incoloro se alcanzaba a ver un par de cabellos color ceniza sembrados sobre una calva cobriza repleta de pequeños lunares negros que se movía para atrás y para adelante, en un eterno vaivén que coincidía con el salto mortal que el canario hacía del trapecio al tanquecito de agua del cual bebía.
A estas alturas ya todos los compañeritos se me habían adelantado. Yo era la única señal de vida en aquella cuadra. Inclusive el tendero de la última tienda que había de camino al colegio parecía haberse entrado, dejando a sus legumbres huérfanas sobre la acera. Miré para atrás, para adelante y luego miré a la casa y entonces vi que unos ojos se asomaron por entre las ramas de uno de los helechos, como quien espía. Brillaron; su verdosa liquidez se hizo notoria de inmediato. Y luego volvieron a desaparecer por entre uno de los gajos negruzcos de aquella enorme planta. Los ojos, que no dejaban de mirarme, pertenecían a esa cabeza calva, cobriza y lunareja.
Era ya tarde. Pensé en mi madre y en su profecía.
Mi mochila había ganado más peso. Pero pude correr.
Pura antropología de los sentidos. Esto es realmente bello.