Artistas, intelectuales y la fascinación por la violencia
Por: David Ramírez
La desde hace algunos años recurrente discusión sobre las corridas de toros ha tenido a artistas e intelectuales entre sus participantes más activos. La gravedad del problema —a la prohibición en Cataluña y las restricciones en Bogotá y Ecuador, se suman iniciativas legislativas en Perú y México— ha llevado a un amplio sector del establecimiento cultural hispanoamericano a lanzarse al ruedo y cumplir con una labor que parecen conocer muy bien: defender la tradición. Aunque hay excepciones, por supuesto, la unanimidad con la que reconocidos personajes de la cultura han cerrado filas en torno a “la fiesta brava” es muy evidente, como para pasar desapercibida y no merecer algún comentario.
Las celebraciones literarias y artísticas del espectáculo de los toros suelen operar con algunos elementos esenciales: la valentía, la fiesta y la renovación sacrificial. Los muchos ejemplos que se podrían mencionar —desde Ortega y Gasset hasta Joaquín Sabina —generalmente parten de la idea de que el toreo, como argumenta Carlos Fuentes en «El espejo enterrado», es la escenificación de una “ceremonia de valor y arte”, de un “evento erótico” en el que “el pueblo se encuentra a sí mismo” a través de su combate con las fuerzas oscuras de la naturaleza. El torero no es un simple mortal. Pedro Romero, el famoso matador rondeño retratado por Goya y sobre el que Fuentes escribe unos párrafos sentidos, fue “el príncipe del pueblo”, un semidiós de ojos tiernos que “a lo largo de su vida mató 5.558 toros bravos” y “nunca derramó su sangre en la arena”. Guayacán Orquesta, el famoso grupo de salsa colombiano, reprodujo estas ideas en versión bailable, de verdadera fiesta, en una canción que ganó el premio en la feria de Calí de 1993. “Hay sangre en la arena y no es del torero. ¡Ay qué torero!”, festeja la canción.
Las manifestaciones públicas en las que artistas e intelectuales abogan, en tonos que van de la súplica al regaño, por la supervivencia de este acontecimiento mítico, resultan curiosas al menos por una razón. La seguridad con que ironizan sobre la candidez de quienes convierten en tragedia la simple muerte de un toro (cosas peores ocurren en el mundo, ¿no?) contrasta con el enorme esfuerzo que ponen en la discusión. Al tiempo que desestiman los argumentos de su contraparte, se les ve no sólo empleando lo mejor de sus habilidades retóricas y de su experiencia en el debate público, sino también sacando provecho de su acceso a los medios de comunicación y de su consciencia de ser figuras públicas.
No es suficiente con artículos de Vargas Llosa y de Savater en El País; tampoco basta con poemas de Sabina ni con manifiestos firmados por personalidades de la vida cultural, como ocurrió en Colombia y en Perú, ni con editoriales de periódicos influyentes, como El Comercio en Lima y El Tiempo en Bogotá. Hay que ir un poco más allá. Es preciso asistir a las plazas, dejarse fotografiar, conceder entrevistas, escribir libros, ser pregonero taurino en Sevilla y, si es necesario, como lo hizo el Nobel peruano en 2011, ir a pueblos remotos, como Toro, en Zarzamora, para dar inicio a las fiestas locales.
Esta celosa defensa de uno de los mitos fundacionales de la cultura hispánica podría interpretarse de varias maneras. La que me interesa resaltar en este texto tiene que ver, en un principio, con la relación entre arte y crítica. Pues si algo pone en evidencia esta movilización del establecimiento cultural es justamente la asombrosa facilidad con que, al menos en América Latina y España, artistas e intelectuales pueden pasar de desmitificadores a creadores de mitos, de inventores de ídolos a críticos de toda idolatría. De desafiar la tradición a sacralizarla. En algunos casos, esta ambigüedad que sale a la luz en la plaza de toros se refleja abiertamente en sus proyectos estéticos. ¿No es esta dualidad, por ejemplo, una de las características de la generación del Boom, de ese grupo de escritores-críticos-amantes-de-los-toros que disecciona el poder con la misma intensidad con que lo adora?
En otros casos, la tensión entre el impulso mitologizante y el desmitificador es menos evidente pero no por ello menos significativa. Que en la última temporada taurina de Bogotá algunos de los críticos más conocidos del establecimiento colombiano, como Antonio Caballero y Alfredo Molano, hayan convivido armónicamente en la plaza con los hijos del presidente, los hermanos del presidente, cinco ministros de gobierno, el procurador, varios congresistas, un ex alcalde de la ciudad, un ex presidente, un ex fiscal, un dirigente ganadero con aspiraciones presidenciales, directores de medios, empresarios e industriales es algo más que una simple coincidencia de gustos. Da la impresión que en ese mundo de ritos, metáforas y símbolos que es la plaza, artistas e intelectuales se sienten más cómodos abandonando su ya tradicional lugar en los márgenes para por fin ocupar el balcón principal y, en algunos casos, el centro mismo del ruedo.
Pero esta defensa del mito y de la tradición tiene otro componente inquietante que, quizás por su misma obviedad, suele pasar desapercibido: la violencia. Me refiero no a la violencia retórica de los debates ni a la violencia real y dolorosa que se ejerce sobre el toro, sino a la violencia fundacional del sacrificio. Como ha mostrado el estudioso de la violencia René Girard, un procedimiento común del pensamiento mítico es sacralizar esta muerte primera transformándola en un acto reparador y benéfico para la convivencia pacífica de la comunidad. Artistas e intelectuales, herederos seculares del sacerdote y el hechicero, juegan un papel principal en este proceso. En cierto sentido, nada más acorde con su naturaleza que reunirse en torno a un sacrificio y convertirlo en mito, tomar a la víctima —digamos un toro— y hacer de él un dios, o un símbolo, capaz de todo el bien y todo el mal.
Uno de los rasgos característicos de esta violencia fundacional que se manifiesta casi en su forma más pura en las corridas es la fascinación por la sangre y su capacidad de contagio. En ningún lugar como la plaza de toros la euforia colectiva en torno a la sangre es más evidente y, en alguna forma, más necesaria. Imaginar una corrida sin sangre sería como realizar un sacrificio sin víctima. Rastros del encanto, incluso del placer, que inspira la violencia en el ser humano se pueden hallar en todas partes (desde el cine hasta los videojuegos), pero ninguno como el toreo para celebrar su presencia real, no mítica ni virtual, y al mismo tiempo construir alrededor de la víctima una aura de sacralidad y belleza. El placer estético transforma al toro en ídolo y a su sangre y su dolor en alimento espiritual. La sangre pide más sangre.
Cuenta san Agustín en las Confesiones que, habiendo sido llevado a la fuerza al coliseo, un amigo suyo, Alipio, quiso resistirse a los espectáculos cubriéndose los ojos. Pero “ojalá que también hubiese cerrado enteramente los oídos”, agrega Agustín. Pues una vez que oyó los gritos, la algarabía, “el clamor del pueblo”, no pudo contener sus deseos de ver la sangre y una vez la vio ya no pudo apartar los ojos de ella. Rubén Darío, el importante poeta modernista, descubrió lo mismo cuando asistió a una corrida en los últimos días del siglo XIX: “contagio, individual o colectivo; el contagio de un viajero que va a la corrida llevado por la curiosidad en España, o el contagio de un público entero, o de gran parte de ese público, como el de París o Buenos Aires […].
Por lo que a mí toca, diré que el espectáculo me domina y me repugna al propio tiempo —no he podido aún degollar mi cochinillo sentimental”. La violencia se cuela por cualquier resquicio; es atractiva, excitante, y su embrujo es algo que artistas e intelectuales, apelando a la inmunidad de la estética, pasan de no reconocer a celebrar ruidosamente. Al amparo de cualquier cuestionamiento ético, artistas e intelectuales reclaman para sí un privilegio que en cualquier esfera de lo social distinta a la estética sería mirado al menos con reserva: considerar la fascinación por la violencia un motivo de fiesta y orgullo. No es de extrañar, por esto, que en los círculos literarios, aún encantados con la riqueza poética de los mitos, haya una mayor resistencia a reconocer los vínculos de éstos con la violencia, mientras que declararse en contra de otras violencias, de las violencias de los otros, es casi una obligación. Siguiendo esta lógica singular, además de ser un acto de la más genuina hipocresía, repudiar la violencia del arte del toreo indicaría, a lo mucho, falta de sensibilidad estética.
¿Qué quedaría de la plaza de toros sin esa pantalla estética? Es difícil saberlo, pero al menos hay una cosa que sin duda leeríamos, o escucharíamos, de un modo distinto. Tiene razón la canción de Guayacán: la sangre en la arena nunca es la del torero. Salvo algún error de cálculo, en el toreo, como parece ser también el caso en otras esferas de la vida social, los papeles de víctima y victimario ya fueron juiciosamente asignados. La alegría que provoca en algunas personas la cornada del toro, el dolor del torero, no hace más que confirmarlo. En este sentido, tal vez lo que nos sale al encuentro en toda corrida no es el combate entre la vida y la muerte, entre tragedia y heroísmo, sino la pregunta, cada día más apremiante, sobre nuestra relación con los animales y el alcance o el límite de nuestras ideas de justicia.
Pero hay otro aspecto de esta cuestión del que la relación entre arte y toreo es sólo un pequeño indicio. La centralidad cada vez mayor, pero aún insuficiente, de las víctimas en el mundo contemporáneo es resultado de un proceso desmitificador que, así como ha afectado la religión y la política, afecta también nuestras ideas de arte y crítica, de artista e intelectual. ¿Es excesivo entender las corridas de toros desde esta amplia perspectiva?
Por lo pronto, lo que sí resulta claro, y ese conocimiento se lo debemos a la víctima sacrificial, es que, para hacerle frente a la violencia, no basta con estar del lado de las víctimas o escribir sobre ellas o llevar pancartas con sus nombres. Una mirada rápida a la historia nos muestra que uno de los mecanismos recurrentes de la violencia ha sido ampararse en el sufrimiento de las víctimas; en nombre de ellas nos convertimos en victimarios. Las consecuencias que supone el reconocimiento de esta realidad son muchas, pero al menos una de ellas es la discusión y cuestionamiento de algunas de las premisas que en el mundo de la cultura y el arte parecían indiscutibles y hoy exigen una nueva justificación. ♠
David Ramírez es literato de la Universidad de Los Andes. Hizo una maestría en literatura comparada en la Universidad Nacional Autónoma de México y ahora realiza un doctorado en literatura latinoamericana en la Universidad de California, Los Angeles (UCLA). En Colombia ha sido profesor de la universidad Jorge Tadeo Lozano y de la Universidad Nacional. Textos suyos han aparecido en revistas académicas de Colombia y Estados Unidos. Contacto: davidricardo_32@hotmail.com