Papaya Republic 2.0

 Publicado en HOJA BLANCA | «Humana Especie» | Septiembre 5, 2011

Por: Paola Rubio Ferrer

Doce años atrás, una amiga y yo, terminábamos nuestra tesis de grado. El proyecto consistía en un documental que pretendía investigar la “colombianidad” a partir del discurso que el colombiano construía sobre su propia identidad. Como en todo trabajo creativo e investigativo, el proceso fue mucho más enriquecedor que el producto mismo, empezando porque no pudimos garantizar una decente producción con nuestro precario bolsillo estudiantil. Tampoco lo logramos con la amplia generosidad de nuestros amigos, quienes -muy gentilmente- nos prestaron sus cámaras.

Durante unos ocho meses, entrevistamos a todo tipo de colombianos: policías, estudiantes, niños, periodistas, costeños, empleadas del servicio, paisas, profesores, bogotanos, vendedores ambulantes, ejecutivos, transeúntes desprevenidos. Cubrimos tantos estratos, regiones, edades y profesiones como pudimos. Nuestro amor por el proceso multiplicó el número de noches que pasamos en vela, pues tomó meses visualizar la exagerada cantidad de material grabado y determinar la articulación del hilo conductor. Nos graduamos un semestre más tarde por culpa de este proyecto, pero sin duda lo haría de nuevo si tuviera la opción de escoger. De hecho, aún seguimos madurando la idea y planeamos realizarlo en un futuro, con todas las de la ley.

La investigación arrojó conclusiones de todo tipo, pero las más contundentes fueron dos. La primera fue que Colombia parecía articular el discurso de su identidad nacional desde la experiencia del conflicto armado, pero también desde una identificación con símbolos  superficiales como el café, el vallenato, el chocorramo, o el sombrero vueltiao, por nombrar algunos. La segunda conclusión fue que el colombiano dejaba entrever, de manera inconsciente, una faceta mucho más diciente de su identidad cultural: la connaturalización con la violencia, una violencia que se explicaba además con orgullo y desparpajo. Tal conclusión fue evidente en la mayoría de las entrevistas, donde había una marcada tendencia hacia la celebración de nuestra (mal llamada) malicia indígena – es decir,  la  astucia con que demostrábamos nuestra viveza. El colombiano parece buscar oportunidades de beneficiarse, pase lo que pase, cueste lo que cueste, duélale a quien le duela. La Regla de Oro en nuestro país es “no dar papaya,” pero siempre partirla. La ubicuidad del popular adagio “a papaya puesta . . .” en los testimonios de la gente, revelaba un ángulo agresivo que pasaba inadvertido ante los ojos connaturalizados de todos nosotros.

Esa conclusión fue reveladora. La violencia no era una característica del “enemigo” ni un asunto ligado, exclusivamente, al conflicto armado o a la delincuencia. Era una mentalidad generalizada y un modo de operar,  tan arraigado en nuestra manera de ser, que pasaba desapercibido. La violencia es una expresión de nuestra propia cultura y se legitima y propaga a través de metáforas de jolgorio tropical. La papaya parecía ser, entonces, el símbolo más acertado y preciso para describir nuestra cultura (al menos mucho más que las vacías referencias de Juan Valdez, la chocolatina Jet o la natilla.) La papaya, dada y partida, no era un simple producto – era una clara ilustración de una dinámica social que delataba el consenso tácito y colectivo, de algunos de nuestros valores y creencias.

La viveza, el atajo, la astucia, llegar primero, ganar lo máximo posible, no perder, primero yo, carencia de empatía. Esos fueron algunos de los valores y características que  se evidenciaron en los subtextos de nuestra investigación. En ese momento, donde culminaba mis estudios de Comunicación Social, valoré el gran aprendizaje de ese trabajo. Logré entender que el discurso oficial e informal de la identidad de una nación no revelaba mucho sobre la realidad cultural de dicho territorio. Al contrario, comprendí que se hacía más evidente en la interpretación de los patrones sutiles que se revelan en las conversaciones inadvertidas y en las frases cotidianas. Hoy, ese trabajo podría hacerse desde un lugar donde todos dejamos en evidencia nuestras creencias, pensamientos y valores. Me refiero a las redes sociales, más específicamente a los foros de los medios impresos en la red.

En un mundo donde las tecnologías facilitan la colaboración en la generación de conocimiento, donde la civilización en la manera de socializar debería ser igualmente reflejada en el plano virtual, Colombia ha perdido el examen y deja expuesta su deliberada violencia . . .  una violencia pasivo-agresiva, permanente y con olor a papaya. También se revela una dificultad extrema para entender las reales oportunidades de diálogo en estos espacios de expresión y un profundo desconocimiento de lo que significa el proceso de creación de contenidos en el mundo virtual.

Si analizamos estos foros como un reflejo de nuestra cultura, el cuadro es desalentador. La expresión colombiana en estos foros es violenta, desinformada, intolerante, vulgar, desarticulada, insensible, acalorada, una invitación a la guerra – no un espacio para hacer ejercicio del diálogo y generar paz. Somos violentos, no meras víctimas de la violencia.

La paz no es la ausencia de guerra, es una acción que requiere esfuerzo y persistencia; es un trabajo cotidiano y colectivo cuyo propósito es ejercitar nuestra humanidad y prevenir cualquier tipo de perjuicio contra ella. Aún así, la inasible palomita blanca es una noción que carece de rostro tangible, o de un plan de acción concreto, en nuestro querido país. Además de papaya partida, Colombia es pasión, una pasión armada que ha llevado al 11% del total de su población a errar como desplazados, a convertirse en víctimas del abuso sexual y de la exclusión social. Somos una pasión que ha mantenido un conflicto armado por más de seis décadas y que trata de solucionar sus males con una política de Estado que masacra en nombre de la seguridad de todos sus ciudadanos. Colombia es una pasión que asesina a un futbolista por meter un autogol y golpea a una mujer, mientras encarna la (supuesta) figura máxima del “espíritu deportivo” nacional. Sí, pasión, una pasión institucional que le quita la vida a un niño de 16 años, por la espalda, y se asegura de proteger su “buen nombre” con falacias que acribillan la reputación de su propia víctima.

La lista es infinita. El inventario de violencias de nuestra tierra es extenso, pero la reflexión se ha centrado en buscar una explicación informal de las causas (es decir, en buscar culpables), y no en el urgente reconocimiento de las diferentes violencias. La sabiduría revelada en muchos de los foros en la red, apunta hacia justificaciones que evaden la responsabilidad con sus miradas deterministas (bien sea biológicas o históricas), como si la violencia fuera un gen o una herencia de acontecimientos que estuviera fuera de nuestro control. También tenemos un numeroso grupo de personas que interpretan la realidad a través de elementales y triviales dicotomías infantiles, donde “los buenos” son “los ciudadanos” y  “los villanos” son los “grupos armados.” Este grupo también tiende a sufrir de un agudo delirio de orfandad, pues busca una figura paternal que haga las veces de héroe y salve a la patria “en el nombre de Dios!” Quizás la más sensata (aunque incompleta) de las comprensiones del fenómeno de la violencia colombiana es aquella que la explica desde la desigualdad socioeconómica, puesto que la entiende como herramienta de supervivencia y como expresión sintomática de la pobreza.

El problema de todas estas explicaciones es que no conducen hacia ninguna solución participativa o hacia ningún tipo de reflexión personal. De entrada, eximen al colombiano común de su propio papel de agente creador y transformador de la cultura. Es más, estas explicaciones sitúan a la violencia en el otro, en un arma, en alguien que ejerce su violencia en el plano físico, en alguien que habita en los sectores más vulnerables de nuestro territorio. El opuesto del concepto de paz no es la guerra, señoras y señores – es la violencia, y la violencia más generalizada en  Colombia nos atañe a TODOS: no se trata del conflicto armado, se trata de la violencia en cada una de nuestras interacciones.

La psicología ya ha cuestionado la efectividad del tratamiento de algunas “enfermedades” mentales y ahora  estudia la felicidad como ciencia, como método, como práctica habitual para mantener el bienestar mental. Países como Buthan utilizan indicadores de felicidad y bienestar en el diseño de políticas de sostenibilidad social, económica y ambiental. La medicina integral también ha retado los preceptos de la tradicional, explicando que la salud no es la ausencia de la enfermedad, sino el trabajo proactivo de prevención y mantenimiento de nuestro cuerpo. Me pregunto, entonces, ¿qué pasaría en Colombia si nos enfocamos, activamente, en construir una cultura de paz? – Ahí desde donde estemos, en nuestra casa, en nuestro trabajo, en nuestro círculo social, en nuestras interacciones en la red.

Quizás esos foros virtuales sean el mejor lugar para empezar a crear una cultura de diálogo y conciliación. No olvidemos que aunque escribimos a través de un artefacto, al otro lado de la pantalla hay un ser humano con emociones; recordar ese principio es trabajar por el desarrollo de la empatía. Seamos transparentes y evitemos el anonimato en nuestras críticas constructivas; los comentarios son agresivos cuando tienen la protección de ese escudo y no deberíamos escribir nada que no fuéramos capaz de decirle a alguien en su propia cara. No hay “tonos” en la palabra escrita, por eso es necesario utilizar símbolos que dejen clara la intención comunicativa. Estemos abiertos a la diferencia de opinión y tratemos de tener tacto en la forma en que manifestamos nuestro desacuerdo. Las palabras ofensivas no son nunca recomendadas –la libertad de expresión, como todos los derechos, termina exactamente donde empieza la dignidad y el respeto de la otra persona. Aprendamos a leer contextos y a reconocer los escenarios apropiados para cada intención comunicativa; no olvidemos que las redes son espacios tan públicos como el parque de la esquina y que los comentarios de una columna de opinión no están hechos para la galantería ni para ofender. Pensemos antes de hacer click y seamos más conscientes de nuestras palabras, tratando de contribuir a la construcción de significados y contenidos. Esas conversaciones quizás sean nuestro más inmediato recurso para desarrollar cambios en la manera en que nos tratamos.

La paz es una construcción que empieza desde el mismo acto comunicativo y desde el cumplimiento de nuestra propia responsabilidad como individuos sociales. Un país no se construye sólo a partir de su gobierno, sino también desde una ciudadanía participativa y desde un acuerdo de principios en los procesos culturales. Estamos muy acostumbrados a hablar de nuestros derechos como ciudadanos, pero poco caso le hacemos a nuestros deberes. Votar y pagar impuestos no son nuestras únicas responsabilidades como miembros de una comunidad local, nacional y global. Ghandi dejó un legado muy claro al estipular que la paz era una disposición, un hábito, un sistema que exigía un camino de acción y aprendizaje. No confundamos su imagen austera con la pasividad – el era pacífico, pero no estaba a la espera. El fue un obrero imparable en la construcción de la paz. Si su filosofía logró vencer al poder colonial británico, imaginémonos los cambios que podría traer para la apasionada y violenta República de la Papaya. ♠

Edición de imagen: Salvador Frieri

NOTA: El título de este texto no hace alusión a la banda colombiana Papaya Republik, de la cual la autora no tenía conocimiento en el momento en que escribió este artículo (Septiembre 5, 2011). Dicha banda, a diferencia de lo que pretende exponer el texto, dista de ser violenta.

@antroPOETIKA

2 Respuestas a “Papaya Republic 2.0

  1. Papaya republic es una banda de músicos colombianos, talentosos y novedosos… Eso también habría que mencionarlo. Por otra parte, me encanta la reflexión que proponen en este texto. Muchas gracias… Muy muy buen análisis… Me gustaría leer más de estas cosas todos los días, reflexiones integrales, etnográficas y vigentes.

    • Gracias por tus comentarios y por visitar nuestra página. Estamos trabajando para que el blog sea eso: un lugar de reflexión, contextos, «miradas integrales, etnográficas y vigentes». Tus palabras nos animan porque revelan que nuestro trabajo proyecta nuestra visión. Esperamos que sigas visitándonos con frecuencia.

      NOTA: Cuando escribí este texto, no conocía la banda (vivo fuera de Colombia) . . . y en el momento en que lo publiqué, alguien me remitió a ellos. Me gustaron mucho y agradezco que hagas la anotación aquí. Aclaro esto porque el título no fue inspirado por la banda y el contenido del texto tampoco tiene que ver con lo que ellos hacen. No hubo intención de imitación, parodia u omisión de información deliberada (además que este es PR 2.0. – haciendo alusión a lo digital). Quizás valga la pena hacer una nota oficial, al final del texto, aclarándolo. Gracias.

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