Hace tres años vivo fuera de Colombia. Me fui no por la violencia, no por la falta de oportunidades, no por ir a cumplir un sueño que mi país me negaba. Fueron otras las razones que me trajeron a tierras gauchas, tierras que hoy respeto y quiero casi tanto como a las propias. Me fui por cosas personales, cosas circunstanciales que ahora no vienen al caso. Lo cierto es que vine a parar a la Argentina sin planearlo y cuando supe que vendría, lo primero que pensé fue cómo lograr que la arrogancia de sus ciudadanos y sus enormes egos – una imagen ampliamente difundida e instaurada en el imaginario colectivo nuestro y de gran parte del mundo – no me afectaran demasiado.
Y yo no era la única a la que le preocupaba ese tema. Antes de venir recibí aleccionadores consejos provenientes de varios amigos que compadeciéndose de mí por tener que lidiar con la falta de humildad de los locales, me sugirieron que cuando alguien quisiera hacerme sentir inferior, me defendiera haciendo alusión al famoso y lejano 5 a 0 que la Selección Colombiana de Fútbol le metió a la de Argentina, en las eliminatorias mundialistas de 1993.
Mis prejuicios se disolvieron prontamente. No pasó mucho tiempo para que me diera cuenta de que la arrogancia es a los argentinos, como el narcotráfico es a los colombianos, una etiqueta que se puso y que ya no se quita, a pesar de que no está apegada a la realidad. No todos los argentinos son arrogantes y no todos los colombianos somos narcotraficantes. Evidentemente, como sucede con toda etiqueta, hay matices en los que se diluye el sentido estricto de lo que se señala, demostrando que nada es como se pinta.
Romper con esa etiqueta fue sólo el primer paso para poder mirar este país desde otro ángulo. Cuando logré rebasar las barreras mentales que me mantenían a la defensiva con los argentinos pude hacer interesantes ejercicios de observación, cuyos resultados quiero exponer aquí, sin mayores pretensiones.
Una de las primeras cosas que me sorprendió positivamente, poniéndolo en referencia con mi lugar de procedencia, Colombia, fue encontrarme con que uno de los periódicos locales rememoraba todos los días a uno de los 30.000 desaparecidos de la última dictadura militar. Pequeñas notas con la foto del desaparecido, con cortas frases de sus familiares y la fecha en la que se le vio por última vez. No pude menos que asombrarme al ver que la gente seguía reclamando memoria, justicia y verdad, luego de 30 años y que además lo podían expresar a través de un medio de comunicación.
Otro hecho que me impactó cuando recién había llegado fue la movilización que se generó por el asesinato de un joven a quien quisieron robarle su auto. Los argentinos se indignaron y en todas las ciudades hubo manifestaciones masivas y protestas pacíficas, en donde miles de personas de todos los estratos sociales, se volcaron a las calles llenas de dolor y pidieron que se hiciera justicia. Lo primero que vino a mi cabeza fue, cómo podía ser que en Colombia muriera tanta gente todos los días por la guerrilla, por los paramilitares, por el Ejército Nacional, por el narcotráfico o por la delincuencia común – ese cruel cóctel de autores materiales e intelectuales de crímenes que quizás sólo nosotros tenemos – y nadie se indignara lo suficiente como para salir a protestar. ¿Miedo?, ¿indiferencia?, ¿desidia?, ¿connaturalización con la muerte violenta?. Sencillamente no podía dejar de pensar en eso.
Esas primeras impresiones, tomaron aún mayor relevancia el primer 24 de marzo que pasé en Buenos Aires. En esa fecha se celebra el Día de la Memoria – gracias a una ley promulgada en 2002, que sólo durante el gobierno de Néstor Kirchner adquirió su justo valor – para recordar la instauración de la última dictadura cívico – militar en la Argentina, de la cual se conocen bien sus nefastas consecuencias.
Fui a Plaza de Mayo esa tarde, lugar donde la gente se suele reunir en esa fecha, sin tener mucha idea de lo que allí encontraría: océanos de gente, banderas, fotos de los desaparecidos, grupos de militantes de derechos humanos surgidos a partir de la pena moral que aun hoy se siente y se respira en las calles de este país. Todos acompañaban a esas señoras de pañuelo blanco en la cabeza, las madres de los 30.000, madres a las que el Estado les arrancó a sus hijos de los brazos y de los que jamás volvieron a saber. Madres que durante 30 años se han reunido cada jueves en la Plaza para protestar en silencio, exigir ver a sus hijos de nuevo y para que el ¡Nunca Más! que arengan sea una realidad. En la vida había visto tanta gente junta. Quizás en un concierto en la Plaza de Toros de Cartagena. Quizás en un estadio de fútbol o en otro de esos lugares en donde los colombianos sí sentimos la urgencia de congregarnos masivamente.
La emoción que unía a esa marea de gente, su lucha, me conmovió al punto de sentirme un poquito argentina ese día, aunque también fui más colombiana que siempre, porque con cada consigna que ellos hacían, yo reclamaba por los nuestros, por todas y cada una de nuestras víctimas. Esa tarde, lloré.
Estar en la Argentina me ha dado la posibilidad de hacer ciertas reflexiones sobre lo que los colombianos somos y sobre lo que no. Sin pretender hacer una comparación, sí cabe mencionar que ambos países tienen historias de violencia y dolor parecidas, sufrieron y siguen sufriendo el exterminio de sus pueblos originarios, se convirtieron en una nación independiente en el mismo año, tienen la misma cantidad de habitantes y comparten puntos que convergen en muchos niveles. Entonces, ¿por qué somos tan distintos en cuanto a la movilización, la participación social y política y la transformación del dolor en una demanda colectiva que pueda llegar a incidir e impactar en las leyes y en los cambios de paradigmas culturales?
No quiero ser malinterpretada. Reivindico profundamente que no seamos iguales a nadie, que culturalmente cada país sea único, que no seamos piezas homogéneas y uniformes dentro del sistema –a pesar de las fuerzas que ancestralmente lo intentan -. Adoro nuestra idiosincrasia y respeto la de cada pueblo. Sin embargo, viendo los logros que se obtienen poniendo en práctica la premisa de “el que no llora no mama”, usada aquí de manera tan eficaz, vienen a mí este tipo de inquietudes.
Además reconozco que en nuestro país no hay ausencia total – pero casi – de protestas y que algunos grupos se vuelcan a las calles ocasionalmente, pero bien sabemos que este tipo de manifestaciones no alcanzan a tener trascendencia, por la desarticulación y falta de sustento de sus demandas e incluso por la represión que las fuerzas de seguridad suelen imponer a los que las realizan.
La protesta en Argentina tiene un valor que trasciende lo simbólico. Si bien es cierto que el discurso hegemónico sustenta el funcionamiento dicotómico del mundo (hombre/ mujer; heterosexual/ homosexual; oriente/ occidente; hemisferio norte/ hemisferio sur; izquierda/ derecha; capitalismo/ socialismo) y que por lo general lo que está entre los dos polos del espectro queda invisibilizado y superado por ellos, la protesta en este país, ha logrado evidenciar y poner en la agenda pública lo que está en medio.
Los logros que la protesta y la movilización social han tenido en la Argentina son increíbles. Desde la derogación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida – las llamadas leyes de impunidad que dieron amnistía a muchos de los represores de la última dictadura y que fueron eliminadas recientemente -, pasando por el Matrimonio Igualitario y la Despenalización del Aborto en ciertos casos. Leyes que surgieron a partir de demandas instaladas por el pueblo y que el Estado recogió y posicionó dentro de su agenda, modificando su constitución para hacer una discriminación positiva que deriva en el reconocimiento de derechos humanos fundamentales y que promueve – insuficientemente, claro está -, cambios culturales en la gente.
Pero no sólo hay impactos positivos en los movimientos sociales. También he podido palpar de cerca como la protesta pierde sentido cuando se abusa de ella. Argentina es un maravilloso laboratorio social en donde las quejas individuales se colectivizan y se transforman en grandes demandas que obtienen gran reconocimiento, pero que a su vez rayan con lo excesivo y le quitan sentido y fundamento a la demanda. Aquí se protesta porque sí y porque no, existen muchos movimientos sociales que tienen las mismas peticiones. Las movilizaciones son permanentes, constantes, con una frecuencia inusitada que a veces termina por desvirtuar la esencia del objetivo que se pretende e incluso llega a aturdir y cansar a los demás.
Por eso creo que debe haber un punto medio entre la ausencia de protesta y el abuso de ella. No estoy a favor de aplicar recetas o fórmulas. A mí parecer cada cultura y cada pueblo debe crear la suya, pero hay que reconocer que el silencio, ese letargo interminable, esa anestesia que parece dominarnos a los colombianos desde hace años, nos hace mucho daño. Tendríamos que protestar más a menudo – y no en plan “quejetas” como sí solemos hacer – sino de manera organizada y colectiva, con el fin inicial de hacernos sentir, de hacer un llamado de atención sobre lo que nos duele o lo que nos parece importante y quizás – por qué no – transformar nuestra sociedad. La protesta está contemplada como un derecho humano dentro del compendio de derechos económicos, sociales y culturales, hagámoslo valer como acto emancipatorio y reivindicatorio de nuestra subjetividad. El silencio es cómplice de la opresión, de la desigualdad y de la injusticia. Como bien dijo el Nobel de Paz africano Desmod Tutu: “Si escoges neutralidad y abstención en momentos de injusticia, has escogido el lado del opresor”. ♠
Bibliografía
Schmit, Carl. “El Concepto de los Político”. Alianza Editorial, Madrid 1999.
De Sousa Santos, Boaventura. “Nuevos Movimientos Sociales”. Siglo del Hombre Editores, facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, Bogotá 1998.
Hard, Michael y Negri, Antonio. “Imperio”. Harvard University Press, 2000.
Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal. “Hegemonía y Estrategia Socialista”, Fondo de Cultura Económica, 2004.
mmm sería interesante pensar sí existe una cierta dosis de nacionalismo autocontenido entre la poblacion argentina y sus expresiones culturales y sociales (en el caso de la protesta o en el movimiento rockero -que es algo que de verdad me gusta) que arguye constantemente a su propia historia, y que contrasta necesariamente con el nuestro que constantemente alude a «otras historias» «otros modos de ser» en una suerte de nacionalismo comparativo (que se hace en muchas ocasiones… por ejemplo en este mismo comentario jejeje)… pienso que un factor que hace falta en nuestra historia, si es que se supone que tenemos vivir entorno a la organización de un estado y su respectiva nacionalidad, es hacer efectivo ese sentimiento/pasion entorno a lo colectivo propio… o… tumbar de una vez por todas esa pretensión de colectividades imaginadas que recogen en torno a sí mismas el deber ser de los pasados, presentes y futuros…
Hay varias razones por las cuales en Colombia las cosas son radicalmente opuestas a muchos otros países del mundo, pero creo que la más evidente es la pobreza y la falta de educación del pueblo. Para colmo, aquellos que tienen la suerte de ir a un colegio y recibir una buena educación, en muchas ocasiones piensa que si a ellos no les afecta no tienen por qué esforzarse en pelear por algo les incumbe. Estúpida idea, por cierto, pero por experiencia propia sé que así son las cosas. Y digo «estúpida idea» porque tarde que temprano la violencia les tocará a la puerta, por más dinero que tengan, por más poder que ostenten, por más altos que sean los muros de sus propiedades, tarde que temprano las hordas embravecidas les invadirán y quedarán a expensas de la rabia, la brutalidad y la violencia. Alguna vez alguien me dijo, a raíz del secuestro y asesinato de Miguel Angel Blanco a manos de ETA, cuando prácticamente toda España salió a la calle a protestar, «si hiciéramos lo mismo en Colombia cada vez que secuestran a alguien, en este país no se trabajaría ni un sólo día». Con esto no excuso la indiferencia de la gente, al contrario, me quejo de su desinterés y su indiferencia. Espero que algún día, por el bien de nuestro país y de sus gentes, que haya algo que remueva los cimientos de la sociedad y logre que haya un cambio profundo, porque de no ser así, «esto se lo va a llevar el putas!». Si no, para muestra un botón: México en donde la situación ya ha traspasado todas las fronteras de lo impensable.
No creo que se puedan explicar las razones del silencio o en este caso «la no protesta» en Colombia, solamente con el argumento del desconocimiento de derechos fundamentales o del ejercicio de la ciudadanía. En muchos países quienes han ejercido ese derecho, incluyendo Argentina, son personas sin educación académica, pobres o con pocas oportunidades, incluso minorías étnicas que desconocen la constitución de su país y que no les interesa conocerla. En Colombia hay algo más, algo estructural que mantiene a la gente callada y estática frente a su entorno y sus injusticias. Algo que deberíamos estudiar y analizar profundamente.
Pensaria que son las lecciones aprendidas de eventos polticos y economicos que se van consignando, no solo en la historia de los pueblos, sino también en sus dinamicas cotidianas en discursos compartidos que sucita emociones como una referencia común de la experiencia de lo que es la nación. La protesta es uan expresion de la experiencia de nación, que como o señala el articulo, cada sociedad significa de acuerdo a la interpretacion e incorporacion de sus discursos. Asi pues, la protesta en Colombia se ha significado, cotidianamente, bajo multiples aristas por su contexto historico, que se pone en evidencia, por ejemplo cuando las masas de arengas atraviezan la septima en un día lluvioso u soleado, donde através del habla se pone en manifiesto percepciones sobre lo que ocurre en la avenida. es entonces, donde la protesta en Colombia es significada como bien vista, mal vista, necesaria, inecesaria, una cuestion de los inconformes de siempre, de los apatridas, de los patriotas etc. La protesta en el contexto colombiano esta escrita como un acto compartido entre los que participan, las contemplan, los persiguen, las critican, que caen en juego de la multiplicidad sobre la cual se escribe no solo un discurso de nación sino una experiencia del mismo qeu sucita emociones incluso escritos como el que analizamos, provisto de las herencias de la historia, que nos hace preguntarnos que memoria queremos o buscamos, que nacion experimentamos, sentimos, vivimos dia a dia.
Varias reflexiones y una anécdota. Primero la anécdota.
0 ) Desde que me conozco fui amante del rock gaucho, de las argentinas y del mate (gracias a que mi abuelo trabajo con uruguayos durante su juventud). La primera vez que llegue a Buenos Aires, tras años de planearlo y desearlo, me encontré envuelto en una manifestación bastante Argentina: a cacerolazo limpio en plena Av. de Mayo. Al principio me entusiasme bastante con la sola idea participar en una manifestación por fuera de mi país-las arengas y el fervor eran tremendos-, pero al sentarme a reflexionar un poco tuve inquietudes bastante parecidas a las que mencionás en el articulo (la acentuación en la «a» es porque soy caleño). Igual para la época acababa de cumplir 19 años y no le di mucha vuelta asunto. Pase un mes un medio en «La Argentina» -así la llaman los argentinos- dando vueltas hasta que la plata me alcansó y jurando me que tenía que volver para llegar hasta Ushuai. Al final del viaje me quedaron tres certezas y una duda: definitivamente amaba al rock argentino, que no hay nada mejor que un mate en compañía y que las argentina lindas están en Rosario. La duda: las cuatro manifestaciones en tras ciudades diferentes que me toco «vivir» en tan solo 60 días.
1 ) Las comparaciones son odiosas, así que más que echarle flores a los argentinos por ese fervor para manifestarse y criticarnos por no movernos lo suficiente quiero plantear una reflexión al respecto. Yo hago parte de esa generación que paso su niñez y adolescencia entre los 80 y 90, esa generación a los que los papas, habiendo vivido en la Cali «deliciosa» de Andrés Caicedo y los 70, les angustiaba en la nueva Cali en la que estaban creciendo sus hijos. A muchos nos criaron con temor e indiferencia; la primera con la razón y la segunda por conveniencia. Razón porque no debe ser fácil no poder dejar hacer a tus hijos todo lo que vos hiciste cuando eras joven, y conveniencia porque en una ciudad que se movía al ritmo de plata del narcotráfico era mejor ser anónimo y no meterse con nadie. Aunque todo esto no justifica lo que se haga o se deje de hacer puede ayudar a explicar el porque las carentes e incipientes manifestaciones de nuestra parte para reclamar (no olvidemos que hasta hace apenas un año estábamos en una citación parecida solo que por otras razones).
2 ) No se porque se porque, pero valdría la pena echarle más cabeza, Venezuela y Colombia siempre han sido los diferentes del (sub)continenete. Por acá nunca tumbamos aun presidente (como en Ecuador y Bolivia) por protestas sociales. Nuca tuvimos una dictadura (como Brasil, Chile y Argentina) pero igual jos inventamos una, comemos mas bien feo (aunque no hay nada como unos frijoles de mi abuela) y nuestra historia esta llena de conflictos partidistas que nunca han llevado a nada (esto se parece al menos, en algo a la historia gringa, aunque con matices muy diferentes).
3 ) Los Argetinos que se van de argentina y pertenecen a las clases sociales con más dinero suelen ser los arrogantes; al menos esa es mi experiencia.