Arturo Navarrete y la construcción de la memoria

La historia de Arturo Navarrete. Serie de desordenados apuntes pensando en la construcción de la memoria. 

“¡Este pueblo sin memoria!”  es la frase que se escucha en una charla entre amigos cuando, al calor de la conversación, se llega a uno de esos temas complejos que es mejor evitar, por recomendación de las mamás o de una que otra indebida lección de historia del colegio. Además de izar la bandera y de aprender el himno nacional, “olvidar” las tristes historias de las masacres (que ocurrieron y de muchas otras que siguen ocurriendo) parece un requisito para el ciudadano colombiano.  Estas historias sólo cobran sentido en el fugaz pantallazo de la televisión, un sentido siniestro que nos revela la sevicia de algunos miembros de la sociedad, que ponen como escudo de lucha para garantizar poder y dinero: un “amor” a la patria que los más jóvenes aprenden a partir de imágenes de paisajes paradisíacos que nunca fueron sujetos de la mano negra[1]. Esta es la frustración que analiza el joven del apartamento 203, mientras cuenta a sus amigos la historia de Arturo Navarrete, en una noche de copas.

***

Arturo Navarrete regresó cargando consigo dos camisas y tres pantalones, lo poco que empacó  hace catorce años cuando rompieron su puerta notificándole que tenía sólo veinticuatro horas para marcharse de su parcela. De no hacerlo, la amenaza era llevarlo a aquel destino que posiblemente lo rencontraría con los muertos que tanto ha llorado.

Catorce años después, frente a la puerta de la Hacienda Colombia, lugar en el que su parcela reposa, un sentimiento de justicia hizo que empujara el envejecido portón y cruzara el camino que muchos de sus amigos cruzaron para no regresar. Ese camino, en los días más oscuros era tragado por la maleza, pero ahora es un verde sendero alimentado por unos eficientes sistemas de riego que subsidia el dueño de la finca, quien sólo “ha echado tierra” para que parezca que nunca ha pasado nada. Mientras cruza el camino, Arturo no puede sacar de su cabeza lo que alguna vez le escuchó al joven del apartamento 203, quien vive en el conjunto ROSALES  donde Arturo fue celador: “Los muertos son el fertilizante de los proyectos productivos”.

A paso veloz, como huyendo de cada cosa dolorosa que lo atormentaba con el auspicio malévolo del viento, Navarrete llegó a la imponente casa con todo el temor que desprende el olor de los secretos cuando buscan ser revelados. Tras golpear en la puerta, una joven la abrió de manera dulce y le preguntó a Arturo qué buscaba. Arturo sólo le dijo que venía a recuperar una vida usurpada. Le dijo firmemente a la joven: “verdad que por su edad, creo que usted no conoce”.

Intrigada, la joven mujer lo hizo pasar, acto que le pareció sospechoso a Arturo pues había aprendido que los días de la confianza habían pasado ya y que la nueva regla del juego era: “todos desconfiaban de él y él desconfiaba de todos”. Impaciente, la joven, empezó a interrogar a nuestro querido Navarrete sobre lo que venía hacer a la Hacienda Colombia, lugar en que ella había vivido los últimos veintidós años sin haberlo visto una sola vez. Navarrete, alzando la voz, le contó a la joven la historia del desarraigo que ella desconoce.

Hace catorce años Arturo Navarrete era un hombre de campo que, como muchos de sus compañeros de parranda, sembraba. Tenía un amor de esos con los que se coquetea en el mercado o al salir de la misa: una bella maestra que caminaba una hora y media para enseñar a leer y a escribir. La vida pasaba entre la siembra, la parranda y uno que otro comentario que hablaba de revolución -con el que se había aprendido a vivir, sin prestarle mucha atención. Un día, de la montaña de donde brotaba agua, empezó a brotar sangre y bajaron los que se hacían llamar héroes[2], acabando los días de siembra de banano, yuca, café . . . para sembrar la desconfianza entre quienes eran amigos. La caminata de hora y media para ir a enseñar se convirtió en un camino minado. La casa de la maestra -el amor de Navarrete-  quien sembraba un hermoso jardín, empezó a sembrar zozobra por la maleza de las amenazas.

Bajo la atención de la joven, Arturo, describió uno a uno los amigos que cruzaron el camino de maleza y ahora de verde riego,  hacia una muerte que no merecían, pero que el héroe creía justa y necesaria para darle orden a la hacienda, para refundarla, para que fuera lo que siempre había sido: la casa del patrón. La bella maestra, que acompañó las noches de Arturo, salió con la sonrisa que lo enamoró, al encuentro acostumbrado con las letras y el lápiz, pero  pasaron los días y hasta ahora no ha regresado. En esa espera angustiosa, el héroe  tumbó su puerta, le apunto a la cabeza con su arma y lo sacó de lo único que lo conectaba con aquellos que no volvió a ver.

Sin más que dos camisas y tres pantalones en una tula, antes de que el sol delatara sus pasos, se fue por un camino atravesando la montaña, encontrándose con hombres, mujeres y niños,  que como él -sin rumbo- llevaban una tula llena de recuerdos de lo que fue una vida. Recuerdos que por lo menos no lo dejaban dormir cuando era celador en los ROSALES, ese mundo extraño fuera de la Hacienda Colombia que le dio sólo un amigo: el muchachito de la frase que vive en el apartamento 203, a quien Navarrete le contó su historia.

El joven del 203 le dijo a Navarrete que era hora de regresar para buscar la sonrisa de la maestra que tanto anhela, para buscar la verdad de lo que pasó, para ver al héroe que hizo brotar la montaña de sangre de los ojos y, sin ningún temor, señalar lo que cegó. Cuando tuviera esa parte de la vida que el destino le adeuda, podría contar la historia a todos los que la desconocemos.

“Por eso estoy aquí, porque siento la necesidad de saber pero también de contar una historia, entre muchas otras, de lo que ocurre en la Hacienda Colombia, en la que se habla de prosperidad, de paz, pero una historia oscura que se escribió con sangre, amenazas, torturas, desapariciones. Huellas profundas que a la hacienda Colombia le conviene guardar en el silencio» -dijo Arturo, frente al arribo furioso del viejo capataz que, hace catorce años, fue cómplice del héroe que lo sacó de su tierra.

El viejo capataz, de arrastrado acento, preso de la furia rezongaba: “usted miente, su tierra se la compramos legalmente, no venga con mentiras usted sabe bien con quien andaba y por eso se buscó problemas” El capataz, sacudió a la joven diciéndole impulsivamente que no creyera ni una palabra de lo que Arturo había dicho. Que como otros más que habían regresado después de tanto tiempo, querían embaucarlos.

Sin embargo, la joven sentía ese mismo aroma que desprenden los secretos cuando van a ser revelados. Presa entre las palabras de Navarrete y el viejo capaz, la joven se sumergió en las dudas. Buscó caminos para encontrar respuestas pero ellas están bien escondidas. De repente, empezó a  dudar de todo aquello en lo que había creído. La imagen bella de la Hacienda Colombia, llena pujanza que el viejo capataz le metió en la cabeza, se diluyó. El viejo portón de una hacienda llamada Colombia, que parecía ser una pasión vivir en ella, se convertía en la puerta del infierno.

A Navarrete, el viejo capataz lo sacó a empujones de la casa, pero con la firme intención de quedarse, él se escabulló entre las hectáreas de la hacienda y volvió a su parcela. Acariciando la tierra, se sentó sobre ella para recordar la sonrisa de la bella maestra que aún espera.

***

Tras contar la historia, el joven del 203 deja la cerveza sobre el centro de mesa de su casa y, como bien lo delatan sus treinta y cinco  años de edad, empieza a decir que historias como las de Arturo Navarrete (incluso historias realmente imposibles de contar), se han escrito en los últimos veinte años en la Hacienda Colombia, sin que las leamos y sin que aprendamos de ellas. Se pregunta si realmente este conflicto tendrá algún final, si estamos como nación o como ciudadanos tan vinculados a él (conflicto) que dijera algo de nosotros, como muchos académicos, periodistas e intelectuales nos han hecho creer. Pero no podemos decir que la sociedad colombiana es violenta porque algunos miembros de su sociedad expulsan toda la sevicia posible dentro de una confrontación que no cesa. Las crudas muertes, desapariciones y asesinatos de niños  ocurren en las poblaciones rurales, que  además se caracterizan por no tener acceso a agua potable, infraestructura vial, escuelas, puestos de salud. Como si fuera una condena del destierro del edén: un campesino colombiano tras de pobre, es masacrado y señalado.

Pero toda esta frustración que se expone en una charla de amigos tiene su origen en la sanción de la ley 1448 de 2011 más conocida a través de los medios de comunicación como: La ley de víctimas y restitución de tierras, que tuvo lugar en Junio 10 de 2011, con la venia del Secretario General de la ONU, [3] cuando el presidente Juan Manuel Santos sancionó una ley que repara por vía administrativa a las víctimas del conflicto armado interno colombiano. La ley promulga medidas de indemnización, rehabilitación, retorno, ayuda humanitaria, atención psico-social y gracias a los buenos oficios del Grupo de Memoria Historia de la CNRR[4] el derecho a la verdad y el deber de recordar. Esto implica no solo la aparición del Centro de Memoria Histórica que estipula la ley como el epicentro de la recolección y difusión de los hechos vividos por las víctimas del conflicto armado; estipula también el deber de todo ciudadano colombiano de enterarse que pasó, porque pasó y quien lo ocasionó.

Para cumplir ese deber, se debe incentivar el interés en saber que pasó . . . pero los ciudadanos estamos sumidos en procesos de apatía, ya que nos parece más confiable para el futuro, la imagen de una Colombia donde aparentemente el único riesgo es que te quieras quedar. Es más cómoda la fantasmagoría del paradisiaco trópico o la de una democracia que se ufana de ser la más estable de América Latina, que la de un país en conflicto que supera el número de desaparecidos de la última dictadura Argentina.

El joven del 203, tiene razón en decir: «¡este pueblo sin memoria!» pues  los colombianos podemos enterarnos de lo que pasó, pero no apropiarnos de aquello. La masacre, la sevicia con la que fue cometida, el auspicio de los políticos de turno, la expropiación de las tierras, ejércitos privados al servicio de los narcotraficantes,  es sólo un periódico de ayer, una plana que circula todos los días diciendo que Colombia es un país democrático.

La historia de Arturo Navarrete, es propicia para pensar en: POR QUÉ los colombianos, a pesar de que conocemos los hechos, no los apropiamos  como una advertencia para el ¡NUNCA MÁS!, para sólo recordamos aquello que es válido recordar.

El conflicto lo conocemos por lo que los medios de comunicación (prensa, radio, televisión) nos muestran de eventos como masacres, secuestros, tomas guerrilleras, bombas etc, pero de esos acontecimientos, se hace hincapié en unos, más que en otros. Por ejemplo, para las elecciones de 1990 tres candidatos se postularon a la presidencia: Bernardo Jaramillo Ossa,  Carlos Pizarro, Luis Carlos Galán, los tres fueron asesinados bajo el auspicio de narcotraficantes y sus ejércitos privados, que luego conocimos como los paramilitares. De estos tres candidatos el que más se recuerda es Luis Carlos Galán, reconociendo que era el favorito en 1989, año de su asesinato. Sin embargo, por su posición social vinculada a unas élites particulares, su imagen se perpetuó declarando su homicidio como un magnicidio por la persona que era. El 18 de Agosto siempre hay una conmemoración de su muerte, gran difusión mediática, incluso, su proceso penal seguido por los medios con más énfasis –  cosa que no ocurre con los otros dos candidatos donde la conmemoración de su muerte fue a la luz del vigésimo aniversario de la muerte de Galán.

Esto que nos dice que nuestra memoria pasa también por una selección de lo que debe recordar. Esto no es una conspiración, sino una influencia del discurso de nación que hace que los ciudadanos optemos por recordar unas cosas y no otras. ¿Por qué razones? Por ejemplo, nuestro acervado temor a la guerrilla que lo hemos afincado durante mucho tiempo, incluso que ese mismo terror diera auspicio a una “aceptación” del paramilitarismo como remidió a la guerrilla, cosa que se convirtió en un arma de doble filo. El terror que infundó el estatuto de seguridad de 1973, donde si alguien habla se le desaparece, el famoso B2, entre otras acciones, hacen que configuremos frente a la memoria una apreciación selectiva que no nos ponga en riesgo. Así pues, recordar a Luisa Carlos Galán más que a Bernardo Jaramillo o Carlos Pizarro, es una acción de salvaguarda de la memoria, de crear una memoria segura que no ponga el riesgo aquel que la enuncie, por un evento  sencillo como que Galán no era guerrillero o no era del partido político que era la plataforma del proceso de paz con las FARC.

Un papel en ello, lo ocupan los medios de comunicación; ellos están revestidos de un impacto social por ser un producto cultural. Por lo tanto, las personas que lo realizan dentro de sus discursos de objetividad, neutralidad del ejercicio periodístico, no escapan de apropiar un discurso de nación que configura una narración de la misma (la nación) de manera particular, sobre todo en los temas del conflicto. Los medios de comunicación, por su presencia cotidiana, casi igual a la de Dios (esto sin ironía alguna sino como aludiendo a que los medios de comunicación están en todas partes) transmiten culturalmente unas formas de apropiar el discurso de nación. En especial, se hace énfasis en superar “el yo nacional” de orden conflictivo. Hablando de las noticias buenas que representan a Colombia en el exterior como un país sin violencia. Esa preocupación, del “qué dirán en el exterior de Colombia” es esa especie de “borrador” que sobre el texto de la memoria del conflicto edita lo que debe recordarse.  En lo que compete al conflicto, se hace énfasis en recordar capturas, extradiciones, condecoraciones frente a eventos como masacres, secuestros, bombas etc. Pero no hay mucha cabida a la voz de las víctimas, claro está, dependiendo que víctima sea. Aquí no pretendo señalar que las victimas también están marcadas por horizontes de clase,  pero no se puede desconocer que unas victimas pesan más que otras. Es decir, Ingrid Betancourt pesa más que la mamá de un joven de 14 años desaparecido en los hornos en Cúcuta[5].

La memoria se construye a partir de una necesidad de protegerse, recordando aquello que no genere amenaza, conociendo lo que puede generarla pero no apropiándolo, ya que, el discurso de nación colombiana que tenemos los ciudadanos, referente a la conciencia del ¡NUNCA MÁS! esta en evitar aquello que pueda ponernos en riesgo. Hablar entonces de la memoria en el marco de un conflicto que ve su fin lejano, hablar de frente con los victimarios de lo que pasó, hablar de frente con las fuerzas armadas de su responsabilidad en masacres, secuestros, homicidios, incluso cuestionar a un estado que tiene como política planes de exterminio político como el «plan cóndor», aún nos siembra la incertidumbre de perecer, si se le recuerda.

Pero, entonces, ¿qué hacer cuando la ley impulsa la memoria, impulsa el derecho a saber y el deber recordar cuando el conflicto aún persiste y “el chip cultural” de los ciudadanos colombianos es recordar selectivamente para protegerse?

Mucha veces, la idea de protección colombiana: “el nadie vio, nadie oyó” se equipara con procesos de apatía. Personalmente no niego que la apatía exista, pero tampoco niego que los colombianos culturalmente hayamos apropiado más que otras naciones la idea de la memoria como bandera de lucha (caso de Argentina, guardando las proporciones de cada proceso) apropiamos la idea del miedo a recordar para salvaguardarnos de lo que pueda amenazarnos.

El deber de saber y de recordar, no sólo es tarea de las víctimas; es una responsabilidad de todos los colombianos. No quiero con esto propiciar un discurso patriótico, pero entran en juego muchas circunstancias, entre esas la omisión por la ignorancia y por el miedo que los actores del conflicto propiciaron. Si todos nos interesamos por saber que pasó, con quiénes y por qué, no será muy difícil garantizar la no repetición de los eventos funestos que el conflicto armado colombiano ha escrito en la historia colombiana e incluso cambiar “el chip cultural” de seleccionar lo que debemos recordar. Pero ésto sólo es posible cuando la ciudadanía exige a su estado garantías de libre expresión.

Si lo pensamos, todos los ciudadanos colombianos tenemos el derecho y el deber de saber que pasó porque así, solo así, garantizamos la no repetición y también exigimos que el rol del Estado sea la protección de los ciudadanos y de lo que recuerdan. La memoria no puede quedarse en un centro, debe tener garantías de ser un tema de conversación transversal en la vida de la ciudadana, porque solo allí es posible pensar en un país próspero (como lo quiere el presidente Santos) y en paz.  Y un país en paz, no sólo implica el cese al fuego entre los actores armados, sino también un país que garantice a todos sus ciudadanos sus derechos, que reconozca  a las víctimas del conflicto un  lugar digno que nunca como ciudadanos debieron perder por la ausencia del estado. Un país que también reconozca los orígenes de su conflicto armado y así mismo, las responsabilidades de todos los actores involucrados, especialmente de los victimarios, que conocen la verdad de los hechos violentos que rompieron familias y dejaron huellas profundas que nunca serán sanadas en la vida de una persona. Pero para conocer todo ésto, nuestro deber es saber y recordar – HACER MEMORIA.

Para hacer memoria no sólo basta con que la ley lo estipule, que las víctimas lo ejerzan y que el Plan Nacional de Reparación, estipulado por la ley,  señale actores y entidades que tienen como función facilitar recursos económicos, técnicos y expertos para llevar a cabo el Centro de Memoria Historia que tendrá como resultado museos de la memoria. También  es necesario que los ciudadanos que “no somos víctimas” nos involucremos  en el ejercicio de conocer las historias del conflicto y más que señalar víctimas y victimarios, comprender sus causas y sus efectos, para luego actuar sobre ellas. Así si podremos hablar de una democracia estable.

Mientras Arturo Navarrete está sentado en su tierra recordando y esperando, y el joven del 203 reflexiona sobre la memoria y yo escribo  una de mis columnas más soñadoras, coincidimos en que  es posible hacer de la memoria un asunto para un ¡nunca más! definitivo y no un asunto selectivo. Una memoria que multiplicada y respaldada por la ciudadanía garantiza la NO REPETICIÓN. Coincidamos en que si bien es difícil hacerlo, no está de más intentarlo.

Visite la página de Flickr de los Talleres de la Memoria del Grupo de Memoria Histórica (MH) de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR).


[1] Nombre coloquial, en el caso colombiano, que se le ha dado a agentes que cometen violaciones a derechos humanos e infracciones al DIH. Responsables de crímenes selectivos, masacres, secuestro, reclutamiento forzado, abusos sexuales, Casi siempre son ejércitos privados.
[2] Cuando el paramilitarismo en Colombia, “se formalizo” dentro de las estructuras de la Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en 1997.  La conformación de sus bloques de operación se autodenominaron HÉROES con el fin, de hacer apología a su intensión “liberadora” de los grupos insurgentes.
[3] Organización de Naciones Unidas
[4][4] Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. Creada bajo la promulgación de la ley 975 de 2005 Ley de Justicia y Paz. Ley que permitía la desmovilización de la AUC (Autodefensas Unidas de Colombia).

[5] Los hornos, era el lugar de desaparición de cadáveres en la zona en el municipio de Cúcuta, departamento de Norte de Santander, construido por el IGUANO jefe del bloque de AUC correspondiente a la ciudad.

Referencias:

http://www.verdadabierta.com/

http://www.leydevictimas.gov.co/

Quevedo, Helka. 2008. La escuela de la muerte, una mirada desde la antropologia forense. En: Universitas Humanistica No.66. Helka Quevedo. Tomado: http://www.javeriana.edu.co/Facultades/C_Sociales/universitas/66/06quevedo.pdf

2 Respuestas a “Arturo Navarrete y la construcción de la memoria

  1. MI punto alude a presentar que la memoria es selectiva y que por miedo recordamos unas cosas mas que otras, pero ampliar la memora a recordar todo es un proceso que hay que hacer de la mano de los medios de comunicación, como garantes de los ciudadanos en la difusión de la verdad y de las garantias que el estado debe brindar para que podamos recordar en terminos de seguridad. Creo que frente a una ley que estipula el derecho a saber y el deber de recordar, como ciudadanos debemos dar el proceso de enfrentar el miedo eso debe ir acompañado de una educacion en derechos humanos y en reconciliación, que no solamente la hace el estado sino tambien como ciudadanos cuando a nuestros hijos, a la familia, a los amigos empezamos a posicionar el tema.

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