El discurso de la violencia

"Muerte a la bestia humana" por Alejandro Obregón (1982)

Una noche de marzo, un grupo de personas dormía en medio de la selva. Estaban escondidos, agazapados en la inmensidad del monte, tan vulnerables como cualquier ser humano que se encuentra en los brazos de Morfeo. De un momento a otro las estrellas que los cubrían se transformaron en bombas que caían desde el cielo. No quedó nada en aquel lugar, sólo los restos de una masacre.

Muchos de los que allí dormían eran criminales, asesinos, delincuentes que hacían parte de un grupo armado al margen de la ley que lleva 60 años devastando sin tregua a un país que se desangra de dolor y de violencia. Sin embargo, ninguna de esas características los despojó en ningún momento de su condición humana.

Esa noche en Angostura, Ecuador, fueron asesinadas por el Estado colombiano varias personas; sobre la mayoría de ellas había orden de captura, sobre otras no, y aun hoy no se ha podido establecer siquiera si pertenecían a la guerrilla.

Cuando aquel evento sucedió, mi primer pensamiento fue – y lo digo con total honestidad -, “un malo menos en el mundo”, haciendo clara referencia a la muerte de uno de los altos mandos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – FARC -, Raúl Reyes. Pero esa idea no alcanzó a anidarse en mi mente, fue fugaz y tan pronto me abandonó, me aterró darme cuenta que, así hubiera sido por un breve instante, tuve un pensamiento que va totalmente en dirección opuesta a mis más profundas convicciones.

Podría entrar a justificar las razones que me llevaron a tener esa idea haciendo un recorrido histórico y quizás histérico – como lo hacen muchos en nuestro país – de las atrocidades cometidas por la guerrilla. Con eso quedaría bien y me sobraría sustento para convalidar mi discurso, pero la intención de esta reflexión es otra: hacer una mirada crítica cimentada en valores éticos, teóricos y legales sobre la manera en que hemos incorporado y naturalizado la violencia en torno al conflicto armado.

Traigo las imágenes de Angostura a colación, para llegar al rostro acribillado de alias Alfonso Cano, quien murió la semana pasada en combate y quien, a diferencia de Reyes, estaba en actitud ofensiva y de ataque. Cabe acotar aquí a forma de breve paréntesis, que en el mismo operativo en el que se “dio de baja” a Cano, se aprehendieron varias personas, las cuales serán llevadas ante la justicia. Gracias a eso, van a tener un juicio como corresponde según las leyes nacionales e internacionales del derecho humanitario.

La preocupación que me asaltó luego de mi idea inicial en el caso del asesinato de Reyes, se ha exacerbado drásticamente al ver – y leer – a una masa enorme de colombianos hacer comentarios sobre los hechos recientes basados en esa misma sensación que tuve yo, pero llevados a un nivel de violencia discursiva que sólo se puede equiparar al nacionalsocialismo alemán de los años ’40, al usar términos como, exterminar, acabar, destruir, aplastar y aniquilar, para referirse a las únicas medidas resolutorias que le quedan al país en contra de la guerrilla.

La construcción del “enemigo” está arraigada en el imaginario colectivo colombiano, de manera tal que cuando nos referimos a ciertos seres humanos, los que consideramos comúnmente como los “ciudadanos que no son de bien”, tendemos a ser verbalmente violentos y a perpetuar, a través de su naturalización, el círculo vicioso en el que estamos imbuidos.

Reconozco que los primeros responsables de la deshumanización del conflicto y de que la sociedad colombiana sienta suficiente aversión como para desbocarse hacia terrenos tan extremos, son los propios guerrilleros y los demás actores del conflicto y como colombiana, alcanzo a entender perfectamente de dónde provienen esas terribles ideas de desear el extermino de quienes le han hecho tanto daño al país, pero no podemos permitir que eso nos transforme en agentes replicadores de violencia.

Nadie puede negar los crímenes que cometieron estas personas, nadie refuta que merecían que fueran detenidos para que pagaran por los delitos cometidos,  sin embargo considero que ante estos casos podemos hacer un ejercicio de cavilación sobre la manera en que manejamos y abordamos las problemáticas que aquejan a nuestra sociedad, sobre la ambigüedad de los discursos y de las acciones y prácticas que están ligadas a ellos.

Durante muchos años, desde cuando comenzó el mundo “civilizado” e incluso mucho antes, nos hemos esmerado por crear normas de convivencia que establezcan parámetros comunes de lo que está bien y de lo que no. Más allá de los preceptos religiosos del “bien” y del “mal” que hemos aprendido desde niños y de lo que consideramos correcto, se trata de un tema  de derechos, de conductas y construcciones sociales, de conceptos básicos y de sentido común.

La muerte y la violencia en todas sus formas, traen consigo consecuencias devastadoras que superan el tiempo y que causan heridas catastróficas dentro de una sociedad.  Es curioso ver cómo los crímenes – que siempre lo son independientemente de quién los cometa – pasan de un lado al otro del espectro sin miramientos: a veces matar está bien y a veces mal, dependiendo del muerto. Creo que matar siempre será el método más salvaje y equivocado que podamos aplicar aun cuando el propósito tenga un halo de justicia.

¿Cómo una sociedad aprende a no cometer un crimen, cuando en ocasiones lo celebramos y lo respaldamos en colectivo o cuando es el mismo Estado o un organismo de carácter transnacional quien lo comete, lo justifica o lo legitima? La muerte, ejecutada por ley o por decisión propia y autónoma, transforma al asesino del asesino, en asesino. Y los discursos que acompañan esos hechos violentos – gestados en el coloquio de la cotidianidad o de manera oficial por parte de un gobierno -, cargados de virulencia descarnada, son también acciones simbólicas que perpetúan la violencia.

Si las normas y las leyes se crean para ser violadas de manera sistemática por todos, celebramos un asesinato cometido contra un culpable o un inocente – da igual – y además podemos hacerlo impunemente como si realmente se hubiera hecho justicia, ¿cómo podemos establecer parámetros reales y efectivos de convivencia?

En ambos casos – en el de Reyes y en el de Cano – considero que hubiera sido más útil y más saludable para el país, haberlos llevado ante la ley para que respondieran por cada uno de sus actos, en lugar de asesinarlos y luego mostrarlos como un trofeo de guerra. Incluso eso habría demostrado que existen diferencias substanciales entre aquellos que eligen el camino de las armas y quienes establecen e implementan las normas. Y si como sociedad tuviéramos el sentido autocrítico agudizado lo suficientemente como para reflexionar sobre estos aspectos y para afrontar y asumir los hechos desde la orilla opuesta a la violencia, quizás otra sería nuestra historia.

La violencia tiene múltiples rostros y hay quienes la disfrazan e invisten de razón y probidad, pero creo que la muerte de un ser humano de manera violenta, así sea la de un criminal, nunca será un triunfo. Es triste ver regocijo generalizado cuando la sangre se derrama, venga de donde venga.

3 Respuestas a “El discurso de la violencia

  1. Tienes toda la razon: «hubiera sido mejor llevarlos ante la ley para que respondieran por cada uno de sus actos, en lugar de asesinarlos y luego mostrarlos como un trofeo de guerra». Es «tan» importante reconocerlo. Es un articulo muy valioso y lo encuentro muy bien escrito.
    Victoria.

  2. Pingback: Diálogos para el fin del conflicto armado | antropoLOGIKA·

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