Por: Lila Herazo | @LilaHerazo
Colombia lleva más de 50 años en guerra. La guerrilla, los paramilitares, el Estado con sus fuerzas de seguridad, los narcotraficantes, todos ellos –y otros actores más-, se han encargado de desangrar el país sistemáticamente y posicionarnos en los primeros puestos de los rankings mundiales más tristes: Colombia es el segundo país del mundo con mayor cantidad de minas antipersona sembradas en su territorio, y el primero con mayor cantidad de víctimas mortales[1] por esa causa. También ocupa el segundo lugar en desplazamiento interno forzoso[2].
Pareciera que ante un panorama como éste, no cabría la menor duda de que todos los colombianos desean el fin del conflicto, pero como una increíble contradicción, hay quienes se oponen a que se establezca una mesa de negociación para que así sea. Desde el expresidente Álvaro Uribe, hasta ciudadanos comunes que se han pronunciado a través de las redes sociales, han expresado con reticencia su desacuerdo frente a esta posibilidad. Arguyen que la guerrilla es poco fiable –dado el rotundo y contundente fracaso de los anteriores diálogos de paz- y que Juan Manuel Santos no es lo suficientemente fuerte para defender los intereses del país. Me asalta una pregunta para estos acérrimos contradictores: ¿si no son los dos principales actores del conflicto –Estado y guerrilla- los que se sientan a negociar, independientemente de su talante, su veracidad y su intención –de los que dicho sea, de paso, yo también dudo-, quiénes más tendrían la competencia y la obligación de hacerlo?
Para la gran mayoría de quienes se oponen a los “diálogos de paz”, la única salida posible al conflicto es la vía militar. El “exterminio del enemigo” -como lo mencioné en El Discurso de la Violencia – es la única salida factible. Ante esta postura, hay varias cosas para decir. A lo largo de estos años, Colombia se ha dividido dicotómicamente en “buenos” -entendidos como la gente que quiere que la guerrilla se acabe al precio que sea, adscrita a ideología de derecha-, y los “malos” -entendidos como los guerrilleros y la gente que está adscrita a ideología de izquierda-. En el país, estar en la mitad es imposible: o eres esto o aquello, y nada más. Dicha dicotomía se pone de manifiesto en la polarización en la que nos encontramos y que se expresa, en igual medida, tanto en la esfera privada como en la pública.
Al haberse naturalizado esta polarización, esta división tan profunda entre unos y otros, hemos terminado por olvidar cuál es el origen de nuestro conflicto y por ende, sus causas estructurales persisten y no se les busca solución definitiva. La paz no es la ausencia de la guerra, sino la garantía de derechos básicos para toda la población, la accesibilidad e igualdad de posibilidades, y una mejor y más equitativa distribución de la tierra y la riqueza. Si todos gozáramos de condiciones mínimas para ejercer una ciudadanía activa, no habría posibilidad para un conflicto.
Por eso, estas negociaciones de paz no deberían ser una puja de poder, ni un espectáculo que de cuenta de quién es el más fuerte. Deberían estar dirigidas a encontrar las causas profundas de un problema que llevamos aguantando por muchos años, más de los que ningún país podría soportar.
Pero todo el ruido que se ha gestado en torno a los diálogos, la resistencia y la violencia discursiva de algunos sectores políticos -que buscan deslegitimar el proceso, truncarlo y obstaculizarlo-, está haciendo perder el foco de lo que realmente importa: encontrar una resolución al conflicto armado. Nadie niega que todos los actores involucrados en esta guerra tengan responsabilidades objetivas y verificables; la guerrilla ha cometido crímenes contra la población que deben esclarecerse, pero ellos no son los únicos que han causado daño. Para llevar estos diálogos a buen término, es necesario deponer no solo las armas, sino también las disertaciones polemizadas, el ruido mediático y la violencia discursiva. Más allá de nuestras posiciones ideológicas –muchas veces virulentas y radicalizadas-, este nuevo intento de conseguir el fin de la guerra, debería contar con el apoyo generalizado de todo el país y con la mejor disposición de un pueblo que anhela que llegue el día en que la prioridad no sea la financiación de la guerra, sino la inversión en la gente. Más educación, más salud, más oportunidades para todos nos vendrían mucho mejor que más balas y más muerte.
En octubre, Juan Manuel Santos y la cúpula de las FARC se sentarán en Oslo, Noruega, a dialogar. Aún cuando la historia nos haya generado desconfianza en estas prácticas pacíficas, no desconozcamos tampoco que la vía militar ha tenido un alto costo para el país. Pensemos que existen otras formas y que, quizás, con voluntad política de los involucrados y con algo de disposición, podemos llegar a tener la Colombia que todos nos merecemos. Prefiero creer que eso sí es posible.
[1] “La situación de las minas antipersonal en Colombia 2009”. Informe de la Oficina para la coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas. Bogotá, Colombia.
[2] “Desplazamiento interno en Colombia”. Informe de ACNUR 2011. www.acnur.org
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