Ciudad [Inter]Dependiente

Publicado en Hoja Blanca | «Humana Especie» | Nov. 5, 2011

La orfandad política es la actitud más nociva para el desarrollo de una sociedad. Ese determinismo trágico logra que el pueblo se asuma desamparado, lo predispone a añorar un gobierno paternalista y lo incapacita en la creación de su propio destino. Más allá de los polémicos resultados del reciente proceso electoral, Colombia dejó en evidencia una de las más fuertes causas de su discapacidad política – somos una sociedad que aún espera una figura paternal, a ese hombre capaz de representar y defender nuestros propios derechos e intereses.

Quizás deberíamos culpar a nuestra falta de memoria histórica por el olvido de las innumerables lecciones . . . ¿aprendidas? Parece ser que dos siglos de “modelos caudillistas” no han sido suficientes para ilustrar el grave desenlace de los sueños de padre adoptivo, sueños que se transforman en la realidad de una pérdida de autonomía colectiva. Caminando por esta ruta, inevitablemente nos quejaremos siempre del control de un gobierno inescrupuloso, ineficiente, autoritario, y demagogo.

La manera más segura de perder el poder propio es entregándoselo a otro, pero esta “entrega” no es más que un simple mecanismo de defensa para evadir nuestras propias responsabilidades. A la hora de la verdad, somos adolescentes cómodos que se resisten a asumir los desafíos de la adultez ciudadana. La política no es sólo una tarea de políticos – es también un ejercicio para todos los actores que conforman un grupo social o una comunidad, es la red de dinámicas que se tejen entre nosotros y la relación que desarrollamos todos con las dinámicas estatales. Sin duda, uno de los problemas de fondo en la política colombiana es la ausencia de una sólida cultura ciudadana; añadiría incluso que esa es precisamente la razón por la que no tenemos un discurso compartido de “nación.”

Aún cuando las nociones de ciudadanía fueron excluyentes y limitadas en la antigua Grecia (los niños, las mujeres, y los extranjeros no clasificaban), hubo ideas acertadas que mantienen vigencia. Platón, por ejemplo, concebía la polis como un organismo vivo, como un sistema compuesto por diferentes órganos que formaban una unidad. Al pulmón le interesa el funcionamiento del corazón tanto como le interesa el de las fosas nasales; todos los “órganos” son importantes para el funcionamiento regular de la ciudad, sin importar la proximidad física. Cada uno cumple su función dentro de una totalidad y su funcionamiento afecta o beneficia al resto del sistema. Tarde o temprano, la intersección entre las diferentes partes de ese todo termina afectando a las otra secciones, de alguna manera.

Aristóteles también le apuntó a esta misma dirección pues el asumía que el hombre era un ser político por naturaleza. Su visión consideraba a la ciudad como una asociación compleja, donde los individuos no sólo se reunían para vivir juntos sino también para “vivir bien.” La ciudadanía consistía para él en un acuerdo colectivo que perseguía el bien común y la construcción de una sociedad justa. La polis era, entonces, un espacio donde el ciudadano crecía y podía desarrollar el ejercicio de sus virtudes.

Hoy en día, la noción de ciudadanía es ampliamente discutida en las ciencias sociales y en las humanidades. Procesos como la globalización han desdibujado la definición clásica del término y ahora abarca ideas que trascienden los límites del territorio geográfico: ciudadanías globales, digitales, transnacionales, híbridas . . . Más allá de los documentos de identificación, las normativas o de las acciones colectivas que el concepto sugiere, la ciudadanía es concebida hoy como el espacio y la práctica donde se definen subjetividades, percepciones e identidades. En otras palabras, es el lugar y el acto donde nos definimos, donde operamos y donde nos organizamos como seres y actores sociales. Además de una legitimación de nuestros derechos colectivos, la ciudadanía es también un compromiso que tenemos todos con el resto de miembros en nuestra comunidad.

Este concepto, por ende, no puede ser universalizado. No es lo mismo ser ciudadano en Bogotá, que serlo en Mariquita, en Cali o en Cartagena. Cada ciudad tiene su contexto, sus actores y sus propias dinámicas de inclusión/exclusión. Podríamos decir, de hecho, que cada ciudad encierra varias ciudades pues todos sus habitantes la viven de manera distinta, en el día a día. En la ciudad cohabitan maneras diferentes de entender el espacio, las prácticas que ahí se realizan, y las dinámicas entre los diferentes actores. Es perfectamente natural que la ciudad albergue discursos que, aunque coexistan, se contrapongan. Así puede explicarse como el ciudadano, desde su experiencia individual de la ciudad, vota por alguien que pueda responder a sus necesidades más inmediatas o próximas.

Es aquí donde yace la esencia del problema. La mayoría asume que su único deber ciudadano es pagar impuestos y participar en las elecciones con un voto. Sin embargo, votar desde un interés personal no es el modo de operar del verdadero ciudadano; la ciudadanía implica una participación más comprometida que el simple acto de marcar una papeleta, con cierta periodicidad. Implica también una apuesta por el bien común, un interés que trascienda la gratificación personal o inmediata. Quién no entiende la palabra interdependencia, no puede entender el real significado de la palabra ciudadanía.

Valdría la pena aquí mencionar el caso de las elecciones en la ciudad de Cartagena, como un ejemplo claro de una dinámica interdependiente. El comentarista radial, Campo Elías Teherán fue el candidato escogido como alcalde, en la ciudad amurallada. Sobra aclarar que el señor Teherán no tiene la experiencia administrativa ni la formación adecuada para asumir la gerencia y liderazgo de dicha ciudad. Aún así, debo también mencionar que sí reconozco su incansable labor ciudadana. Él no construyó una agenda política con antelación sino que generó un plan de acción, casi en la marcha. Ganó adeptos en su proactivo y genuino trabajo comunitario, hasta el punto de ser escogido como el próximo dirigente de la ciudad.

Esa ciudadanía participativa no equivale a la experiencia que se requiere para ser el alcalde de una ciudad, pero no es difícil entender las razones por las que la gran mayoría de cartageneros (me refiero a quienes viven en condiciones excluyentes), apoyaron masivamente a un candidato que finalmente parecía “estar adentro y presente,” solucionando sus necesidades más básicas e inmediatas. También es comprensible que encuentren en su identidad étnica (afrodescendiente) una manera simbólica de ganar una representación que, hasta ahora, les ha sido negada en la mentalidad colonial de esa ciudad. Éste no es un caso aislado ni sorpresivo -es el síntoma de que algo ya andaba mal, en varios de los órganos del sistema cartagenero. Todos los sectores de la ciudad contribuyeron en esa elección, puesto que los más privilegiados han sido agentes activos en la marginalización del sector que hoy logró esa victoria en términos democráticos.

Si bien no es adecuado hablar de la ciudadanía como un concepto estático, si sería correcto hablar de un proceso. La ciudadanía no existe por sí sola – se define y se construye en acciones colectivas que persiguen cambios legislativos o sistémicos, pero también en los actos individuales de la vida cotidiana. Cada uno de nosotros contribuye en la gran unidad de la ciudad, con los actos del diario vivir – en nuestro trabajo, en nuestras decisiones éticas y en nuestras interacciones diarias con la gente. El bus, la calle, el salón de clases, la tienda: la vida cotidiana es el espacio político más amplio, más rico y activo, es el lugar donde las leyes se obvian o cobran vida, donde las acciones se manifiestan, consciente o inconscientemente.

La educación colombiana tiene un largo camino por recorrer. Aún está lejos de tener el diseño sólido de un plan que unifique nuestro entendimiento de la ciudadanía. Parafrasear a John F. Kennedy es un obvio lugar común en este tema, pero no sería mala idea reflexionar: en lugar de preguntarnos que puede hacer la ciudad por nosotros, preguntémonos nosotros qué podemos hacer por la ciudad. Votar es un acto importante en el ejercicio de nuestra ciudadanía, pero no nos exime de las responsabilidades diarias de un mundo interdependiente. Hay trabajo por hacer y los cambios más relevantes no son siempre en las infraestructuras – los cambios culturales generan nuevos patrones de comportamiento, generan un mayor sentido de pertenencia y motivan a otros a contribuir en la construcción y negociación social.

La ciudadanía es un proceso creativo que promueve nuestra capacidad de iniciativa y participación . . . es un ejercicio que nos invita a ser los constructores de nuestra realidad cotidiana, los diseñadores de una sociedad más justa, los dueños de nuestro propio destino y los promotores del desarrollo de nuestra humanidad. Este es un llamado para recuperar nuestra poder.

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