Por Christian Ramírez
A menudo me preguntan si soy uruguayo o argentino, aquí, en Amsterdam, ciudad donde resido desde hace algo más de seis meses. Esto poco tiene que ver con la pinta de sudaca europeizado (que no tengo) o el acento (que muy caleño, sí es). Todo ha sido por culpa de mi mate, esa extraña bebida del sur del continente Americano, que me acompaña casi a diario desde hace ya algunos años.
Conocí el mate por culpa de mi abuelo. Entre sus tantas historias de juventud, él siempre recordaba en particular sus madrugadas heladas en la sabana de Bogotá cuando, por cosas de la vida, debió abandonar su natal Cali para unirse a un grupo de uruguayos para cuidar caballos. Con la profundidad que sólo un viejo puede tener en los ojos, él recuerda como cada mañana se reunían en las caballerizas y, en medio del frío sabanero, pasaban la primera media hora de trabajo cebando mate para calentarse y despertarse. Aunque la escuché muchas veces, la historia no hizo mella en mí sino hasta que llegué a la adolescencia.
Durante aquellos años, entre mi adicción por el baloncesto y las tardes de música y pizza con mis amigos, nació una afición inexplicable por el rock argentino: Charly García, Andrés Calamaro, Fito Páez y Soda Stereo me hicieron añorar, día y noche, al gigante del sur. Mirando el mapa Argentino, me imaginaba bajando por Salta en el norte, parando en Buenos Aires, cruzando la Patagonia y llegando hasta la Tierra del Fuego para pisar el punto más austral de nuestro continente. De repente, empecé a soñar en argentino: los cuentos de Cortázar, el Malbec, un asado porteño o un cordero patagónico alimentando mi deseo de llegar a la tierra de los gauchos. Aún así, sin imaginármelo, no fue la música ni la literatura sino el mate lo que me cautivó.
Mi primer viaje a La Argentina lo realicé a mis 19 años, tras haber culminado mi primer semestre de economía y ad portas de iniciar mi doble titulación en antropología. Con Rayuela y Sobre Héroes y Tumbas en la mochila, más un centenar de letras, estrofas y canciones que hacían referencia a diferentes lugares del país gaucho, inicié mi recorrido. Descubrí que en Buenos Aires el aire huele a música y el viento suena a literatura. Visité barrios, calles, cafés, librerías y bares que aparecían en los cuento de Cortázar y en las canciones de Andrés. En mi paso por Rosario me di cuenta que ella (sí, ella) es tan canalla como lo dice Fito (así mis amigos leprosos se enojen): poco iguala a una tarde de verano tomando tereré al lado del Paraná. Después volé por Córdoba, saltando desde Cuchi Corral al absolut vacio (otra de las cosas que le agradezco al maestro Páez, además de firmar la parte de atrás de Los siete Locos de Roberto Arlt). Ya un poco más al sur, y después de haber pasado por Mendoza y sus vinos (otra de mis grandes pasiones), llegué a Bariloche para reencontrarme con el amor perdido de mi abuelo. A las afueras de esta ciudad patagónica, en un curioso lugar llamado Colonia Suiza, llegó a mí el primero y más viejo de mis mates: una pequeña calabaza con forro de cuero y costuras en macramé, que se convertiría de allí en adelante, en el más fiel de mis compañeros de viaje.
De vuelta en Colombia mi gusto por el mate creció tanto, que por poco lo vuelvo un estilo de vida: lo llevaba conmigo a todas partes. En las clases de economía me miraban como si fuera un loco, mientras en las de antropología el mate recorría todo el salón de clase (por lo general sólo alcanzaba para una cebada por persona). Mi mamá lo primero que me preguntó fue por los ‘efectos alucinógenos del mate’, mientras los policías de la estación de Las Aguas (al lado de la Universidad de los Andes), se acercaban con curiosidad a preguntar que era ese “menjurje” que estaba tomando. Aunque casi siempre lo hacían con desconfianza, de cuando en cuando aparecía alguno que se aventuraba a probarlo y se interesaba por el tema. Con el mate también hice muy bueno amigos, entre ellos José, un artesano que se pasó la mitad de su vida vendiendo joyería que el mismo fabricaba a la salida de la Universidad. Fue él quien me enseñó a diferenciar el mate uruguayo del brasilero, la bombilla con la que se debía tomar el mate despalado, y hasta tomarlo con cachaza como lo hacen en el sur de Brasil.
Ahora, lejos del sur, mientras veo nevar a través de mi ventana en el mal llamado viejo continente, me tomo un mate pensando en todo lo que me ha acompañado durante los últimos años. Esa misma calabaza con cuero sigue a mi lado mientras escribo, escalo, leo o veo una película con mi novia, a quien curiosamente volví adicta al mate. Recientemente lo tomé con mis vecinos argentinos (con quienes comparto la pasión de ser suramericanos), y quienes me recordaron a Luciana, mi amiga uruguaya que decidió casarse con un bogotano. Todo esto me pone nostálgico y me hace recordar lo bien que se siente ser extranjero, en mi propio continente.
@CEramsesgado
Excelente Ram!
Gracias Juan
inolvidable mate en plena clase de historia del pensamiento económico. inolvidable.
Stefanie, gracias por leer. Y si, se me había olvidado que fuiste una de las pocas economistas que se atrevió a siquiera probarlo. Un abrazo.
QUE PRECIOSO RELATO HIJITO!!!!!!!
Me alegro que lo hayás leido y te haya gustado.
NO SOLO ME GUSTO; TAMBIEN SENTI TU VIVENCIA!!!! TE MANDO UN FUERTE ABRAZO HIJITO!!, QUEDASTE GENIAL EN LA FOTO CON TU HERMA!!
Muy buenooo!! Famosos? Jaja
Sólo entre quienes lo leen…
Le faltó decir lo bien que se lleva el mate con el mac. Muy bueno cristofer, saludos
Viejo Sebas, gracias por leer.
Tenés toda la razón: se me olvido nombrar las innumerables veces que el Mate se me regó sobre mi Mac.
Un abrazo
Christian, se fajo, tremendo homenaje al mate.
Gracias viejo Alirio, sobre todo por tomarte el tiempo de leerlo. Espero nos encontremos de vuelta muy pronto en alguna vereda de Colombia
Entiendo tanto, pero tanto lo que dices!!! Yo empecé a tomar mate para «pertenecer», fue la puerta más segura y clara para entrar al mundo porteño que me circunda desde hace tres años. Sólo lo tomo en compañía: en la oficina, con mis amigos y es un ritual que me encanta y que me hace sentir que «hago parte». Cuando sólo tenía un par de meses de estar aquí, un bogotano, médico por cierto, me dijo que jamás se me ocurriera probar eso, que era un asco y el acto más antihigiénico posible, que era como besarse con 100 personas al tiempo… Tan pronto tuve la oportunidad me lancé sin pudor a ese beso colectivo, ese beso sin género o con todos los géneros posibles a la vez. Qué gran placer ser una colombiana tomadora de mate en la Argentina.
Tenés tanto razón al referirte al mate como un ritual. Ese beso colectivo efectivamente te hace pertenecer a algo. Uno no toma mate con todo el mundo así como no les das besos a todos si no te gustan. Sea cual sea la razón para que hayas empezado a tomar me alegra que lo disfrutes tanto como yo lo he hecho ya tantos años. Un gran abrazo y gracias por tomarte el tiempo de leerlo.
Cuando un macompartirpor te no es solo un mate, sino que se vuelve parte de nosotros!
Cuando un mate no es solo un mate, sino que se vuelve parte de nosotros. Gracias por compartir
Me encantó ram! comparto la misma pasión por una bebida.. la mia: el café. 😉
Lindiisimo Ram! Que bien que escribis! Y un gusto ser parte de ello.
Desde Florencia, nos veremos dentro de poquito para compartir un mate, y hasta el proximo que sera quien sabe donde!