Por José Serrano
Son en estos momentos de relativa calma política en los que me pongo a pensar, qué habrá pasado con esos fervientes seguidores políticos que hace unos meses no dejaban de preguntarme “y bueno… ¿por quién va a votar?” Sólo recuerdo la mirada atónita de algunos de ellos cuando contestaba con un simple “yo no voto”. Parecía como si la sola respuesta resultara una afrenta, una agresión o hasta un insulto. Después de alguna expresión irónica, seguía la segunda pregunta “Ah, ¿sí? ¿y por qué no vota?” Siempre quedaba en silencio unos minutos y, dependiendo de la persona que me lo preguntara, intentaba balbucear alguna respuesta o trataba de cambiar el tema. Y no es que no tuviera mis razones; de hecho, dedico gran parte de mi tiempo a resolver este tipo de dudas. Lo que me pasaba era algo así como cuando a uno le preguntan “¿cree en Dios?” Y su respuesta es “no” y continúan diciendo “¿por qué no cree en Dios?” Y vienen a la mente tantos argumentos, razones, conjeturas, hipótesis o simplemente creencias, que es complicado darles un orden lógico que otra persona pueda entender.
Algo así me sucede cuando me hablan del “voto”. Pero para poder explicarle a alguien mi negativa ante este importante derecho, tengo que empezar hablando de la “democracia”.
Aunque a todos nos enseñaron que la democracia era buena, nadie nos dijo por qué. La definición griega de la palabra Democracia,“el gobierno del pueblo”, adquiriría cierta relevancia si tenemos en cuenta que la población ateniense en el siglo V a.C. -momento de su máximo esplendor- no superaba los 300.000 habitantes. Tan sólo el 1% o 2% de la población contaba con derechos políticos, por lo que el destino de ese gobierno estaba en manos de unos 3.000 o 6.000 hombres que intentaban ponerse de acuerdo en la toma de decisiones. Ese tipo de modelo se conoce como democracia directa y es el resultado de un consenso en el que todos los miembros de una sociedad tienen el poder de decisión.
En un caso contemporáneo, como el colombiano, el modelo político se adapta mejor a lo que se conoce como democracia indirecta o representativa, en la que un colectivo se reúne para elegir a un representante que termina siendo su voz ante los entes encargados de la toma de decisiones. El tipo de colectivos al que nos inscribimos como ciudadanos en el ejercicio de la representación política, es el Partido Político; se supone que es este tipo de organización agrupa a cada una de las fracciones de la sociedad y su objetivo es lograr consensos que apunten a un bien común.
Estemos o no de acuerdo con este modelo utópico, mi problema surge en el momento en el que se plantea la idea de la representación y se considera plausible que un colectivo -o en el peor de los casos, un solo individuo- pueda representar la voluntad de otros. Este tipo de modelo considera a la persona como un agente inmutable y lo clasifica en segmentos rígidos que puede dirigir y manejar a partir de principios concretos, que son a los que apuntan los partidos políticos para representarlos. Sin embargo, considero que el sujeto se encuentra en un proceso de constante construcción y deconstrucción, muta y se transforma. Estos procesos no sólo responden al momento de la vida del ser humano, sino también al tipo de identidades a las que una persona se inscriba en un momento determinado. Es así como una mujer puede ser a su vez trabajadora, futbolista, vecina, compradora o empresaria, y cada una de las identidades que desarrolle en su vida responden a unas necesidades y a unos deseos muy específicos que solamente ella podría representar. En este sentido, el punto de partida en el que se para la democracia representativa carece de esa posibilidad de adaptarse y moldearse a estas nuevas circunstancias.
Pero sería un error pensar que la democracia tampoco ha cambiado. Por el contrario, sí lo ha hecho, pero ha tomado una dirección que se aleja cada vez más del individuo y responde a la masa. Al juego de la democracia contemporánea se han sumado nuevos actores en la interacción entre la sociedad civil y la esfera política, que son los medios de comunicación. Éstos en su rol de mediadores, modifican el tipo de interacciones que se desarrollan entre la sociedad y sus representantes. A medida que crece una población, los puntos de contacto con sus gobernantes se vuelven cada vez más lejanos y sólo un grupo de personas puede acceder a ellos. Es por esta razón que los medios de comunicación se vuelven los interlocutores. A través de ellos, los políticos muestran sus acciones y los ciudadanos ejercen su veeduría. Sin embargo, los medios responden a sus propios intereses y ejercen una labor que no les corresponde, haciendo de la política otro producto del espectáculo. Son el juez de los políticos y los representantes de la sociedad, mueven a la masa a su antojo, restándole importancia a los intereses particulares y abogando por un interés común que ellos se han encargado de formar.
Un claro ejemplo de esta situación fue el caso del Partido Verde en las elecciones presidenciales colombianas del año 2010. En ese entonces, el candidato presidencial de dicho partido, Antanas Mockus, y su cúpula política estaba conformada por un grupo de reconocidos ex alcaldes de las ciudades más importantes del país. Tanto el partido como su candidato se presentaban como una opción alternativa y planteaban una nueva forma de ver, entender y hacer política, diferente a la que venían ejerciendo los partidos tradicionales. Esta nueva opción no sólo llamó la atención de ciertos sectores de la sociedad civil que, cansada de lo mismo, esperaba un cambio en la forma de hacer política en Colombia, sino que también movilizó a un importante grupo de ciudadanos escépticos, especialmente jóvenes, que no veían en el voto una herramienta efectiva de cambio.
Más allá de las propuestas que presentó el partido, la llamada “ola verde” -nombre que se le dio a la movilización política- fue el resultado de un boom mediático que se generó desde las redes sociales y se expandió por radio, impresos y televisión. Este movimiento se vio reflejado en un comportamiento social simbólico representado por el uso de camisetas y manillas verdes, y por la utilización del girasol como elemento de identidad de los seguidores del partido. Pero tan rápido como creció el movimiento, se terminó derrumbando, a manos de los mismos medios que lo hicieron crecer.
Unos meses antes de las elecciones presidenciales, los canales de televisión privada organizaron una serie de debates políticos. En éstos se esperaba que cada uno de los candidatos expusiera su plan de gobierno, en intervenciones de no más de cinco minutos. Al no tener el tiempo suficiente para dar a conocer sus proyectos, los aspirantes a la presidencia dejaron las propuestas políticas a un lado y centraron su estrategia en mejorar su imagen personal ante las cámaras. El público medía la seriedad y efectividad de sus planes de gobierno, a partir del tono con el que los candidatos desarrollaran sus respuestas.
En ese momento, los candidatos convencionales sacaron a relucir toda su pericia, logrando que al cabo de unas semanas, los debates se convirtieran en shows mediáticos que desviaran la atención del público en dirección a las actitudes y comportamientos de los candidatos, y no en explicaciones de sus planes de gobierno. Los temas de forma eclipsaron los temas de fondo, haciendo de los debates el mejor reality y marcando los más altos ratings de televisión. Al final, el panorama político cambió radicalmente, dejando al Partido Verde fuera de escena y al partido del gobierno en la presidencia. En resumidas cuentas, la gente se divirtió y nada cambió.
Entonces, cuando me preguntan que por qué no voto, no puedo decir otra cosa que porque no siento que el voto me de un poder de decisión o porque no considero que aquel que me represente esté velando por mis intereses. El poder no debería residir en el pueblo, si es que alguien sabe qué quiere decir eso, sino en cada uno de nosotros. Y con esto no estoy planteando que terminemos con las formas de organización social existentes, sino que creemos sistemas de representación directos en los que nuestro acceso al poder no se limite a la elección de un representante con el que nunca tendremos contacto o un partido que no nos permita pensar diferente. Creo que es una tarea titánica que no resolveré en este artículo, pero con el sólo hecho de sembrar la duda en el lector -con respecto a las bondades de nuestro sistema político– y hacerle pensar en la posibilidad de que puede ser mejor, me doy por bien servido.
José Serrano Egresado de Antropología y Relaciones Internacionales de la Universidad de los Andes (Bogotá-Colombia). Administra la página “Antropología Digital” en Facebook, un espacio para la investigación digital. También escribe en su blog Antropología Digital. Encuéntralo en twitter como @josdss.
Excelente tema. De acuerdo en casi todo lo expuesto, añadiría un par de puntos. Yo mantengo impoluta mi virginidad electoral, bajo la máxima que todo poder cedido es poder perdido, así sea que se trate de un asunto simbólico. En muchos espacios sociales en los que uno se expresa abiertamente frente la abstención electoral, se le encasilla casi como un antisocial (cosa que no es tan mala como parece). El argumento con el que mas me encuentro, dice algo como: ¨si no participas no te puedes quejar ¨, como si la única forma de tener una existencia política en la democracia liberal es desde la pasividad de un voto. Además se reduce la discusión política al equivalente a expulsar a todos los abstemios de los debates sobre conducir borracho.
Algo central en la discusión, es que las formas de organización diferentes a la democracia representativa, no hay que limitarlas al paradigma del estado nacional occidental. La historia esta llena de ejemplos alternativos donde colectivos humanos se organizaron siguiendo otras coordenadas, en términos de ejercicio del poder y participación de los involucrados.
Para terminar quisiera agregar un elemento que es responsable de perturbar mis mas recientes desayunos noticiosos. En los sistemas políticos en los que se cede voluntariamente el poder a personajes que terminan utilizando su posición política para delinquir, ¿qué complicidad tienen el electorado? Desde las maniobras ilegales de algún presidente, hasta el cobro de impuestos a las ganancias que no se traducen en servicios sociales públicos, votar parece más la terapia colectiva en la que se elige el tipo de fechoría que va a cometer el gobierno y que sector de la población va a resultar víctima. Un saludo.
Sporittanoo, gracias por el comentario. Ahora que reflexiono sobre la idea de «terapia colectiva» no puedo dejar de pensar en la conversación que tuve hace poco con un amigo relacionada con este tema. Él nunca había votado, pero decidió hacerlo porque odiaba al gobierno de turno y no encontró otra forma de expresar su inconformismo que votando por otro partido, así ese tampoco le gustara. Lo que me llevó a pensar que en últimas el mismo acto de votar es un ejercicio íntimo y personal, que libera de culpas y da cierta sensación de participación. Pero se es consciente de que no tiene ninguna incidencia, a menos que se adhiera a un colectivo más grande, asemejándose así a un comportamiento más parecido al de las masas y no a un verdadero proceso de negociación electoral. Creo que este tema da para mucho que hablar, espero desarrollar otros aspectos relacionados con la democracia en próximos artículos. Saludos.