La promesa de la educación

Por Laura Moreno

Hoy estoy frente a un recuerdo. El presente a veces nos pone ante experiencias pasadas para confrontar nuestras emociones y evaluar nuestras posiciones, intenciones y anhelos. El tiempo no se vive de manera lineal, como gran parte de los teóricos (esos que creen en el progreso como estandarte político) han planificado la vida. El tiempo nos sucede como un espejismo, una maraña de ensueños que revolotean yendo y viniendo, una confusión de experiencias que nos hacen quienes somos y por lo que luchamos.

Ayer soñé, que pasaba en la Universidad Nacional, universidad pública para todxs lxs colombianxs. Estudié en I.P.A.R.M., un colegio de la Universidad para los hijos de trabajadores, estudiantes y profesores de la Universidad, un colegio para los hijos de todxs lxs colombianxs. Pero este fue un buen sueño. Crecí jugando entre los pastos, corriendo entre los grandes edificios y persiguiendo pelusas para pedir deseos. Mi deseo era seguir estudiando en un lugar, que más allá de brindarme un espacio académico para formarme como bachiller, me había dotado de las más extrañas, locas y hermosas experiencias: vivir. Pero sucede que, de vez en cuando, por no decir siempre, esa democracia igualitaria, amplia y no excluyente, se descarrila de sus horizontes, se queda en el papel como palabra muerta ante las realidades económicas y ante formas de gobierno.

Para entrar a la Universidad Nacional hay que presentar un examen en el que evalúan los conocimientos del aspirante para garantizar que los admitidos puedan responder ante los retos de una carrera profesional. Examen que, de por sí, bombardea con tensiones los proyectos personales de continuar estudiando, limita la capacidad creativa y propositiva de tantas inteligencias y cohíbe el conocimiento en preguntas de opción múltiple: un conocimiento reconstruido para ser respondido en forma de única respuesta. Esto sin quitar mérito a quienes logran sortear este tipo de bombardeos.

El conocimiento tiene boleta de acceso.

Yurany vive en Bosa y estudió en un colegio público de esta azotada y doliente localidad bogotana. Creció entre calles sin pavimentar, casas a medio construir y lotes inundados de aguas residuales por la falta de alcantarillado. Ella, como yo, tenía el deseo de pasar a la Universidad Nacional, pero su realidad estaba sitiada con barreras. Un papá lejano, que la abandonó desde pequeña; una mamá trabajadora (como las mujeres de esta tierra), cansada, explotada y remunerada con un mínimo (que escasamente le alcanza para el arriendo, la comida y los servicios). En suma, nunca tuvo para pagar el formulario de inscripción, además porque su vida ya había sido planeada desde pequeña; ella tenía que trabajar para ayudar en la casa.

Juan Sebastián vive en Chapinero (pero el Alto); estudió en Teusaquillo. Su vida también fue planeada: su mamá quería verlo con un título en la mano para que trabajara en una gran empresa. Él también tuvo el deseo cumplido de pasar en la Universidad Nacional, porque tuvo la facilidad de pagar una buena educación (con esto hablo de una educación comparable a los estándares nacionales e internacionales de evaluación del conocimiento) y de comprar el formulario de inscripción a la Universidad.

Esa es la boleta de entrada a la democracia.

Ayer soñé, pero no pasé. Yo tuve una buena educación, o quizá no tan buena porque nunca respondí a tantos estándares y requisitos. Parte de la primaria la hice en un colegio experimental, que alguien llamó para hippies, en el que el método se pensó para explorar la creatividad, la innovación y la propuesta al conflicto. Nunca me interesó aprender las tablas de multiplicar; más bien me interesé en ver el arte y la palabra como una forma liberadora que explotaba todos mis deseos de vivir. No tengo una mente brillante porque no proceso de forma rápida, eficiente y acertada a las preguntas artificiales de la vida. En cambio, me considero una idealista capaz de crear y creer que un mundo mejor es posible, que tanta suciedad económica y política es sólo una de las tantas opciones y que la diversión es una forma de aliviar dolores agudos del alma y la lucha.

Y ese es el recuerdo del que hablo. No pasé en la Universidad Nacional de Colombia: lloré, grité, maldije, me frustré: pero estudié. ¿Cómo? Endeudándome. ¿El ICETEX es democracia educativa? Esa afirmación debería ser corregida, de lo contrario, rescriban la constitución. La práctica demuestra que el ICETEX es mercado y está arraigado fuertemente al capitalismo (modelo económico trágicamente impuesto a nivel mundial, que llega violentamente a un país como Colombia). El ICETEX solo responde a lógicas maniqueistas que nos hacen creer que para tener algo hay que tener dinero, y como no lo tenemos, hay que endeudarse. Hoy el colombiano promedio tiene tarjetas de crédito que apenas sabe diferenciar y que la hora del cobro, todas hablan el mismo lenguaje: el interés sobre el valor total a pagar.

Sí señores. Hoy tengo una gran deuda que apenas puedo costear porque el mundo laboral es aún más engañoso que el mundo educativo. Y sí, salir de la universidad no es solo aceptar el hecho de “ser grandes” y tener una profesión; es enfrentarse a la frustración de enviar hojas de vida y no tener la suficiente experiencia laboral y los suficientes “contactos poderosos” para ser aceptado. Es corromper los ideales políticos y sociales para venderse a una multinacional que tal vez le provea para pagar la deuda (y de paso responder con otros compromisos de tipo económico). Es aprobar al gobierno en curso para poder firmar un contrato de prestación de servicios con alguna entidad o institución (contrato que dura seis meses y que viola todos los derechos que alguna vez nos esforzamos por definir como laborales). Es deprimirse en la casa viendo como la lluvia inunda la ciudad, los campesinos son desalojados, los indígenas son amenazados y acorralados, a pesar de saber que uno tiene muchas propuestas para aportar . . . porque para eso se estudió y esos fueron los objetos diarios de las lecturas, pero que se quedan en el aire, reprimidas en anhelos, reflexiones escondidas y ganas de ayudar sin poder hacerlo.

Hoy sigo soñando. Y tampoco pasé. El sentimiento de no pasar es algo que va más allá de un resultado y trastoca todos nuestros sentidos y proyecciones. Sucede que después de esa gran carrera contra el tiempo, con los profesores, con los jefes, con los sueldos, uno quiere seguir estudiando. ¿Por qué? Por un proyecto de vida, por un modelo de vida implantado, por la búsqueda de reconocimiento, por un reconocimiento implantado, por escalar socialmente, por una estructura social implantada: porque esa es la forma como sobrevivimos, porque esa es la forma como nos dijeron que se podía sobrevivir. Qué podemos hacer . . . la investigación es un tema apasionante. De allí el interés en hacer especializaciones, maestrías, doctorados, posdoctorados y demás títulos que engalanan una hoja de vida que se llena de rangos y simbolismos de poder.

Si pagar un pregrado se aleja de cualquier opción de una familia clase media, más de una familia que está en la re baja. Y peor aún, de quienes no clasifican en la pirámide. La educación es un lujo que pocos pueden darse. Es un derecho que se vende a precio de huevo (de oro) y que se regatea o negocia en forma de crédito. Es por esto que para algunxs la opción termina siendo una beca, pero de nuevo llegamos a este círculo que hoy nos convoca, ¿quién accede a la beca? Solo quien pudo pagar una buena educación, quien tuvo los medios para cortar las ramas de una espesa selva que pareciera no lograr ser atravesada por muchos, y seguro aquellos quienes tienen una muy buena “palanca”. Yurany ya no logra dar pasos adelante. Juan Sebastián ya los está alcanzando. Yo chuequeo con recibos de cobro a cuestas, pero no me rindo. De cualquier manera, el asunto es de plata, no de derechos.

Es así como soñé y sigo soñando que esa promesa hecha en forma de ratificación de derechos educativos sea algo que se viva de manera cotidiana. Pero contrario a esto, esas palabras constitucionales que incluyen a todxs lxs colombianxs se expresan en accesos limitados, en competencia, en mercado, en exclusión social: En las aulas, la educación es solo para algunxs.

La universidad narrada, una de muchas de este país, es la universidad de lxs colombianxs que de alguna manera lograron sortear los retos de una línea roída hacia la profesionalización de los ciudadanos. A mí me prometieron educación el día que izaron bandera en el patio del colegio, una bandera sucia, una de las tantas promesas que se han hecho en su nombre, pero, hasta el día de hoy, todo lo he hecho por mis medios (económicos) y no gracias a las facilidades que brinda el gobierno para garantizar un derecho educativo. Es por eso que esa idea de progreso ya no tiene salida, se trancó desde que la impusieron, se idealizó y se maquilló para mostrar resultados en cifras graficables, a una sociedad anestesiada que, en realidad, no sabe cómo leerlas.

Esto no se trata de una línea que culmina con éxito en el desarrollo. Se trata de necesidades reales, concretas, que no logran materializarse porque mientras la inversión siga despropósitos de gobiernos corruptos y corruptores, y nuestras riquezas sigan desviándose en hoyos negros hacia países (que ya no usan la cruz por medio de la colonia sino el desarrollo por medio de la multinacional), seguiremos soñando con la posibilidades del derecho real de aprender a tener criterio, a innovar científicamente, a construir un país digno y a entender nuestra amarga sociedad. Mientras tanto, sigamos buscando boletas de entrada a un país imaginado en el papel, recordando ciertas palabras de la madre de nuestros ideales: “Estudie mijo, para que no tenga que obedecer toda la vida”.

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