Van Dijk: Más allá de la diva discursiva

Por: Paola Rubio Ferrer | @antropoETIKA 

Las religiones son discursos; los partidos políticos son discursos; las narrativas de los diferentes sectores industriales son discursos; las ideologías son discursos . . . hasta el odio y el amor pueden ser (¿son?) discursos. Discurso católico, discurso filantrópico, discurso periodístico, discurso liberal, discurso ambientalista, discurso neoliberal, discurso marxista, discurso hippie, discurso posmoderno, discurso deportivo, discurso multicultural . . . todos son discursos. Nuestro universo mental y cultural está enmarcado por un andamiaje de discursos. Los discursos nos habitan; habitamos los discursos.

Discurso. Del latín discursus; formado por el prefijo dis (separar, distinguir) y la palabra cursus (carrera, secuencia). El discurso es una secuencia de ideas que se pronuncia, públicamente, de manera oral o escrita. Se trata de un mensaje, de una acción comunicativa cuya finalidad es transmitir algún tipo de información, desde una mirada particular y con unos propósitos e intereses específicos.

Lo que realmente distingue al discurso de un mero mensaje es su arquitectura: el discurso es siempre una construcción social, un sistema de ideas que puede alcanzar el mega poder de la invisibilidad. ¿Cómo? Sencillo: los grupos dominantes imponen representaciones que terminan siendo aceptadas o compartidas por la mayoría de la sociedad, hasta que se dan por sentadas como realidades esenciales. Los discursos son la manera más efectiva de normalizar conceptos, de controlar grupos sociales, de sugestionar a los consumidores en las dinámicas de mercado, de influir –positiva o negativamente- en la construcción de modelos mentales para la sociedad o, incluso, de debilitar el poder de los grupos dominantes.

Teun Van Dijk, renombrado lingüista holandés –y uno de los nombres fundamentales en la teoría del Análisis del Discurso (AD)-, estuvo por estos días en Colombia.  Su tesis central o, digamos, “su cuento” –es decir, su discurso- se centra en el estudio del poder de las palabras para generar comportamientos y pensamientos en la sociedad, y en describir cómo las hegemonías hacen uso de ese poder. En los últimos años, su foco ha sido el análisis del discurso público como motor generador del racismo y otros comportamientos discriminatorios (en espacios discursivos como el periodismo y los textos escolares). Van Dijk, al igual que otros célebres lingüistas de nuestro tiempo -como Noam Chomsky-, ha comprendido y apropiado la dimensión política del lenguaje con total claridad y franqueza. Su objeto de estudio ya no es sólo el lenguaje y su estructura, sino la manera en que sus aspectos funcionales (la semántica, la sintaxis, etc.) se utilizan para afectar la forma en que las sociedades se representan, interactúan, operan y piensan. Su interés es el lenguaje como arma que genera jerarquías, normalizaciones, divisiones, percepciones, especificidades que se naturalizan y se asumen como verdades: el lenguaje como generador de realidades, como realidad en sí misma.

La academia, un organismo que se define por su producción de discursos –inclusive el institucional-  parece no ser conciente de lo que allí mismo se denomina como su “lugar de enunciación”. En palabras más cotidianas, muchas veces la academia no parece reconocer el lugar desde donde habla (o prefiere no reconocerlo, como estrategia discursiva). ¿A qué me refiero? La filosofía es un discurso; las matemáticas son un discurso; la sociología es un discurso; los estudios de la comunicación son un discurso; las teorías y los diferentes saberes son discursos. Todas las disciplinas son discursos que batallan dinámicas similares de colonización o decolonización (del pensamiento) que muchos discursos sociales liberan en otras esferas, con diferentes propósitos y de otras maneras. Aún así, ambas luchas se caracterizan por la búsqueda común de poder, su poder, el poder que cada una de ellas vanagloria. Quizás ahí residan explicaciones para el uso y manejo del lenguaje academicista, en momentos que no lo ameritan.

El lingüista Teun Van Dijk, recientemente en Bogotá.

Pero antes de empezar a citar a Foucault, o de utilizar otras artimañas verticales para exponer una idea que en realidad es muy simple, no me voy a desviar y encarrilaré el cuento -este cuento- hacia donde quiero llevarlo: tuve la oportunidad de estar en la charla que Teun Van Dijk dio en la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá), la semana pasada.  Aunque su discurso fue interesante, más interesante fue presenciar la manera en que lo ha apropiado. El hombre no sólo teoriza sobre la relación del lenguaje y el poder, sino que su discurso trasciende la teoría; es un acto comunicativo cuidadoso, limpio, horizontal, democrático, ético y generoso. Su charla, en un fluido y elocuente Español, pudo haber sido elaborada con los más oscuros términos y tecnicismos académicos. Pero no; su elección de estilo -su pragmática– fue incluyente, amplia y diáfana. Prefirió no sentarse detrás de una mesa-barrera y caminar por todo el espacio frontal del recinto. Deliberadamente, Van Dijk escogió palabras y estructuras sintácticas sencillas que, lejos de simplificar lo complejo, traían luz y coherencia al contenido de su discurso. Desde un adolescente común, hasta el más truculento investigador, podían participar de lo que Van Dijk compartió.

El discurso (y su forma) puede ser también un disfraz, una trinchera que escuda a quienes se valen de las palabras para esconder su auténtica existencia o para jugar el rol camaleónico de pertenecer a una élite (intelectual), a través del uso de las palabras. En la academia abundan las divas discursivas, esas que hablan mucho y dicen poco – divas que no guardan respeto por el lenguaje cotidiano, que se preocupan por adquirir una forma discursiva específica y que establecen distancias a través de sus palabras y de su expresión obscurantistamedieval. Van Dijk no es una de esas divas, pero por ese mismo respeto que despertó en mí, tampoco lo idolatro; mi mirada iconoclasta simplemente «le creyó el cuento», no sólo porque es intelectualmente loable y lúcido, sino también porque es humano, real, necesario y auténtico. En sus libros, por supuesto, sí se encuentran los tecnicismos necesarios, pero ahí sí cobran significado, dado que son textos de investigación, textos con un propósito científico. No hay que confundir los diferentes estratos en los procesos académicos; en cada uno, se adjudican sentidos particulares. Los lenguajes se utilizan para espacios determinados y con funciones específicas.

Ojalá siga creciendo el número de académicos coherentes con su discurso, demostrando integridad al apropiar y vivir sus conceptos. Ojalá la academia siga despertando conciencia de su «lugar de enunciación» y sus dinámicas lingüísticas (especialmente cuando teoriza sobre el poder). Ojalá, algún día, la divulgación académica se convierta en una noción arcaica, una noción que sea reemplazada por la comunicación de la ciencia, del conocimiento y del saber. Ojalá. . . porque, para ello, primero necesitará despojarse de su actitud vertical y excluyente; es un ideal que -a la larga- implica abrirse a la democratización y a la renuncia de (algo de) su poder. Como institución social, ¿estará dispuesta la academia a hacerlo?

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