Inventar el cuerpo, inventar la identidad

mujeres 2

Por Adriana Fernández Mangones | @NanaFdzM

Hay una frase célebre, atribuída a Susan Sontag, que me llama la atención desde hace mucho: “No está mal ser bella; lo que está mal es la obligación de serlo”. Esta frase, poderosa por sí misma, inmediatamente me remite a lo que conozco de mi propio cuerpo: crecí en un colegio católico con un fuerte enfoque en ciencias naturales, tuve la oportunidad de practicar varios deportes—en particular tenis, natación y gimnasia— y tengo una familia con figuras femeninas fuertes y empoderadas; estos eventos dieron forma a mi visión de cuerpo, enriquecida hoy por muchas otras experiencias, y ciertamente configuraron un ideal, un deber–ser que era necesario perseguir.

Durante mucho tiempo creí que era necesario, no sólo perseguirlo, sino alcanzarlo y mantenerlo; el trabajo de moldearse —en últimas, uno mismo, a través del propio cuerpo— debía ajustarse a lo natural, a lo atlético, a los valores religiosos y familiares que conocía. Por ejemplo, durante mucho tiempo rechacé la cirugía plástica estética porque creía que era una trampa a lo natural y al trabajo del cuerpo a través del deporte. De ahí empezó mi primer cuestionamiento: si yo entreno mi cuerpo para que reaccione más rápido en la cancha de tenis, sea más preciso en los movimientos de gimnasia y más coordinado en la piscina, ¿por qué rechazo otras formas de intervenir el cuerpo? ¿Exactamente qué objeto de esas otras formas de intervención?

En mi campo de estudios, la apelación a lo personal es relevante: la sociología y la comunicación exigen una posición y —al menos para mí— un punto de vista crítico; mi experiencia, mis conocimientos y, finalmente, mi devenir en la academia me llevaron a pensar que en realidad ningún cuerpo tiene un ideal predeterminado, fuera de la experiencia de la persona que lo habita; más allá de los límites de la medicina, la psicología, el deporte y las religiones, importa la exploración de cada persona. Por eso me encanta pensar que, como lo expresó Brigitte Baptiste, “la diversidad es la forma en que la vida se expresa para responder a un ambiente determinado, es la exploración de las posibilidades de existir… porque precisamente el mundo está hecho para diferir, para ser distintos y para encontrarnos en ese mar de oportunidades”.

Las imposiciones de cualquier tipo limitan las posibilidades de construirnos y expresarnos. Dice Judith Butler[1] que “el cuerpo tiene una dimensión invariablemente pública. Constituido en la esfera pública como un fenómeno social, mi cuerpo es y no es mío”. De ese modo se vuelve esencial el debate sobre los límites y las formas que conocemos, especialmente en el género y en el feminismo.

Y así llegó al punto central de este escrito. Tengo serios problemas con ese feminismo que recurre a las mismas imposiciones sobre el cuerpo que el paternalismo que tanto critica. Si volvemos a la idea que abre este texto —intervenir el cuerpo como forma de producirse a sí mismo— deberíamos pensar en derrumbar todos los límites y dejar de lado los juicios y prejuicios sobre lo que deberían ser nuestros cuerpos. Un ejemplo claro, al menos para mí, fue la columna de Carolina Sanín sobre la cirugía de Margarita Posada y la crónica que publicó Soho sobre ésta. Un párrafo que encuentro desafortunado dice: “El que una mujer educada aceptara someterse a un procedimiento médico innecesario y riesgoso con el único fin de publicitarlo en una revista que se presenta como ‘solo para hombres’ constituía una manifestación lamentable de conformidad con la subordinación de la mujer, conllevaba una irresponsable exhibición de venalidad en un país en el que el cuerpo y la vida suelen tener un precio, e implícitamente negaba la solidaridad a las mujeres cuya integridad física es vulnerada por el consumismo y la misoginia. Vi un símbolo nefasto en el caso de esta mujer que para ser autora de su propia historia, debía previamente modificar esa historia por encargo de una compañía y cumplir con la condición de ser una paciente.”

No encuentro claro el criterio con el que afirma que una mujer educada no puede modificar ni actuar sobre su cuerpo porque, si lo hace, está conforme con subordinación. No es una relación de causa–efecto y no creo que el único fin de Posada haya sido cubrir su propia cirugía. No por hacerse una cirugía se deja de ser solidaria con otras mujeres ni se es víctima; es una idea superficial, dice Carolina Sanín en últimas, pues una mujer que lo hace en realidad no decide por ella misma y seguramente es boba. Pero es justo lo contrario: un ejercicio activo sobre uno mismo; una mujer no se hace cirugía ni hace deporte por obligación, pues es un proceso que hace parte del desarrollo de la imagen. Debo conceder que no toda acción sobre el cuerpo es reflexiva ni tiene la profundidad filosófica y social de la teoría de género, pero no por eso habría que pintar a las mujeres como sujetos involuntarios que actúan porque el consumismo les dice. No habría por qué pensar que no hay una voluntad, reflexiva o no. La mujer, cualquier mujer, puede actuar sobre su cuerpo porque es un sujeto y victimizar perpetúa el mismo estereotipo. Una cirugía no simplemente pasa.

En lo que Posada cuenta, en su historia —que hace memoria sobre su relación con su cuerpo desde su adolescencia—, encuentro una decisión personal: una mujer que eligió ponerse tetas. La leo con respeto, como mujer, porque la siento más empoderada cuando decide operarse que cuando es “natural”, solo porque así se lo imponen. Lo natural es otra construcción social, nos la inventamos, no existe. Es un debate centenario en las ciencias sociales: naturaleza vs cultura. ¿Dónde traza el límite lo cultural? ¿Lo natural es el cambio? ¿El ejercicio es natural? ¿Intervenir tu cuerpo es natural? Podría decirse que no. Y podría decirse que sí. Hace sesenta años era natural que las mujeres se quedaran en casa, no fueran a la universidad, no votaran ni participaran en política. Es un argumento que va para el lado que se lleve. Lo natural todavía lo estamos construyendo.

Creo que debemos empezar a hacerlo —a derrumbar límites e imposiciones— en muchos niveles: el maquillaje, el pelo, la ropa, si uno se depila, si uno se broncea, si uno hace dieta o deporte, si uno se hace cirugías estéticas . . . Bien por el canon tradicional o por el feminista, si haces de más o de menos no eres lo suficientemente liberada, emancipada, intelectual y moderna. La persona —y por tanto, su belleza e identidad— que habita un cuerpo debería poder liberarse de todo eso y, a través de su experiencia, construir la diversidad.

Quiero finalizar, al igual que Brigitte Baptiste, con esta idea —que encuentro maravillosa—: “El cuerpo, por tanto, apenas está empezando a inventarse; yo creo que las personas trans por algún motivo misterioso sentimos eso. No es que queramos transfigurarnos en un elemento más para pasar desapercibidos y diluirnos en la cultura. Nos sentimos cómodas en nuestra discordancia, no tenemos problemas de identidad y creemos que el cuerpo todavía puede ser imaginado infinitamente.” ♠


 

[1] En Butler, Judith. (2006). Vida precaria, el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós.

Una respuesta a “Inventar el cuerpo, inventar la identidad

  1. Creo que en cuanto al propio cuerpo todo se vale, siempre y cuando no se vaya en perjuicio de la propia salud. Tan irresponsable es el que se exige en la cancha o el gimnasio más allá de sus posibilidades como la que se manda poner implantes mamarios 38KKK: acaban teniendo problemas de salud permanentes a cambio de sus 15 minutos de fama mediática.
    Sin llegar a esos extremos, chévere lo que dijo un personaje de Almodóvar: «una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma».

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