Por Juan Esteban Villegas
De pequeño, mamá siempre decía que si me seguía bañando con agua caliente me iba a envejecer más rápido. Nunca le hice caso.
Pero ese Viernes Santo me fue imposible continuar con mi capricho. La noche anterior había llegado proveniente de Medellín a ese pueblo triste, bebedor y pobre, al que mi papá se había ido a vivir y a trabajar como profesor de Español y Literatura, justo después de haberse divorciado de mi mamá.
Era un pueblo caliente, adjetivo que en el dialecto nuestro adquiere propiedades semánticamente elásticas. Tan sólo faltaba el olor a pescado y a sal, para que sus calles fueran reminiscentes de aquellos pueblos del litoral colombiano en los que Dios existe, pero se hace el pendejo.
Primero la guerrilla, en sus Toyotas care-vaca repartiendo petacas de cerveza, endulzándoles el oído a las niñas de uniforme escolar azul a rayas y medias blancas hasta la rodilla, mandando a matar en plena plaza del pueblo a jóvenes bachilleres que supuestamente colaboraban con los paracos. Machete, fusil galil, bolillo; se decía que el abanico variaba semanalmente. Luego vinieron los paracos, en ese entonces dueños del Magdalena Medio y hoy de toda Colombia, dispuestos a reclutar a los hijos de esas jóvenes que habían optado por compartir catre con los guerrillos de otrora. Y entonces volvieron las muertes a machetazo, a motosierra; el genio no tiene ética. Concientes de ello, los paracos, buscando calmar la atmósfera en el pueblo, comenzaron entonces a emplear técnicas más “elegantes”: depósitos repletos de culebras corales y cascabeles en los que metían desnudos a campesinos dueños de tierras, acusados de ayudarle a la guerrilla. Gritos, susurros, y más gritos. Al cabo de media hora entraban, lo tiraban al monte para que Medicina Legal luego dictaminará que había muerto, mientras llevaban a cabo sus quehaceres agrícolas diarios. En fin, un pueblo típico de esa Colombia noventera; trago, música de carrilera, calles con incontables montañas de boñiga, vómito, colillas de cigarrillo, botellas de cerveza, perros aguapaneleros agobiados por las nubes de moscas que presentían ya su muerte y niñas de 14 años llenas de rubor y labial, paradas en una esquina, próximas a olvidar su niñez por la módica suma de cinco mil pesos (dos dólares).
En mis tres primeros años de vida, permanecí en una camilla de hospital, pegado a un tubo de oxígeno y tomando leche materna a través de una sonda. Aún, cuatro años después, esos años me seguían pasando factura. Por eso, esa misma noche de Jueves Santo que llegué al pueblo, la delgadez de mis muñecas y piernas le sugirió tácitamente al cura del pueblo la idea de que yo pudiera hacer las veces de Simón Cirineo durante la procesión del siguiente día.
Es cierto que papá había creído en Marx, en Lenin y en Althusser más que en mí y en mi mamá, pero esa noche, viéndolo decirle que sí al cura, que yo haría las veces de Simón el Cirineo, yo, aunque sin conciencia de ello, comencé a dudar sobre las verdaderas inquietudes metafísicas y políticas de mi padre.
Yo le arreglé el negocio al cura esa Semana Santa.
Esa misma noche que llegué, después de asegurarse de que yo estuviera dormido, papá desafió la lluvia asesina que cae todos los Viernes Santos. Se fue para esa cantina en la que se daban cita los profesores del pueblo a escuchar canciones de Serrat, a convencerse a sí mismos de que Colombia era una mierda, de que la educación no iba a cambiar el rumbo de esos niños que, tras haber estado yendo a clase a lomo de mula, terminarían por graduarse para luego formar parte de facciones guerrilleras y paramilitares en la que terminarían matando a sus antiguos compañeritos de clase.
A las 12 de la noche me desperté, asfixiado por una oscuridad sorda. Lloraba a gritos,y entre gárgaras de llanto, intentaba llamar a un papá que nunca vendría. Logré dar con la puerta. Pude también quitar el cerrojo; al abrir, la fuerte ventisca hizo que la lluvia me mojara la punta de los dedos de los pies y la cara. Seguía llorando. La farola de la callecita en la que estaba ubicada la casa de mi padre titilaba. Parecía querer caerse. «Papi, papi«, gritaba yo, y papá cantando sus nanas de la cebolla, llorando, brindando con sus amigos, lamentándose de la suerte de la Unión Patriótica, pensando en mamá, en él, en todo. La lluvia fría se había apoderado ya de mis manos, piernas, cara, torso. Esta era la segunda vez, en el mismo día, que sabía lo qué era el agua helada.
De tanto llorar, me quedé dormido.
En casa, con mamá, no era igual. Bañarme era una especie de gozo íntimo, aunque no de corte sexual. Era íntimo porque allí, bajo el chorro de agua caliente, podía abrazarme a mí mismo y sentir que estaba lejos de mis padres, en pleno control de mi vida. La magia se daba cita en ese metro y medio de largo, por metro y medio de ancho invadido de vapor. Me sentía intocable, pero a la vez frágil; esa combinación me daba siempre una extraña y anticipada muestra de lo que era ser un adulto, un anciano. El vapor se extendía casi que en nubes, y a mis seis años de edad, yo estaba convencido de que esas nubes serían capaces de hacerme invisible para cuando mi papá llegara a casa en la madrugada borracho, oliendo a bazuco, y recitando a Miguel Hernández, o para cuando viera a mamá llorando en la cocina, mientras hacía el almuerzo en la tarde, al llegar del colegio. Después de esos baños, solía trazar en el espejo empañado las siluetas de tres personas con caras felices, organizados en orden de estatura. Cada vez que lo hacía, me era difícil saber quién era quién, a que sexo pertenecían, qué edad tendrían, que les gustaba hacer, en dónde trabajaban, si eran verdaderamente felices. Ante aquella impotencia, decidía entonces trazar una línea diagonal que hacía las veces de guillotina. En este instante, lograba ver mis ojos perfectamente encajados en la línea que separaba las cabezas de los cuerpos y, en cuestión de minutos, el espejo del baño volvía a su estado natural. De las siluetas, lo único que quedaba era el tenue trazo de mi dedo índice, ese tenue trazo y la imagen de mi rostro.
A la mañana siguiente, cantaron los gallos, como en las películas, y los cascos de los primeros caballos que entraban al pueblo comenzaron a ensayar su sinfonía. Vino el momento de la ducha, del chorro salvaje y helado que bajaba con fuerza, chocando contra mi espalda. El baño duró veinte segundos, sin jabón ni champú, ni nada. Yo tenía que salir rápido de allí; yo era niño de ciudad, yo tenía “tina” en casa. La cara que puse al salir del baño coincidía con la de aquellas mujeres camanduleras vestidas de negro, totalmente sumergidas en esa melancolía común que se apodera de los colombianos durante la Semana Santa.
Pero este año su amargura era doble. No sólo ese viernes moriría el Nazareno, pero lo que era más triste aún: el pueblo, rico en caña de azúcar, oro y criaderos de trucha, era tan, pero tan pobre, que ese año la iglesia ni siquiera había tenido dinero suficiente para mandar a hacer los santos de yeso para las procesiones.
Después de mi ducha con agua fría, en ese medio metro cuadrado de ladrillo sin revocar que papá insistía en llamar “baño”, proseguí a cepillarme los dientes. Lo hice sin parpadear, retándome a mi mismo para ver cuánto tiempo podía aguantar sin hacerlo, contando los segundos mientras que mi boca se llenaba de espuma blanca. Aquella fue la última vez que miraría a un espejo de frente. Concentrado en mi reto auto-impuesto, comencé a contar los segundos, mientras que el cepillo daba vueltas y vueltas dentro de mi boca. Luego, sin parpadear, comencé lentamente a desconocer al niño que estaba al otro lado del cristal. Sus ojos negros y grandes, de perro triste, parecían ensancharse. La parte blanca de ambos ojos crecía y crecía, mientras que la pupila, medio negra, medio café, disminuía casi que con afán. Parecían los ojos de un caballo. Por otro lado, unidas en el entrecejo por un manojo de densos vellos, las cejas tupidas de ese niño que estaba frente a mí, comenzaron a encorvarse hacia adentro, formando una V que a ratos dejaba de ser V para asemejarse más a una taza, con su parte inferior un tanto convexa. La quijada, salida, marcada cual L mayúscula, me recordaba también a un caballo. Todo, absolutamente todo, me parecía ajeno. Y recordé el poema de Machado que mi padre me había leído años atrás mientras caminábamos chupando paleta de mango biche con sal, antes de que mi mamá le dijera adiós. Sí, sí. Definitivamente era aquel poema, ese que hablaba de un espejo turbio y vacío. En ese instante, el pánico me impidió hacer conjeturas, pero ese día, con todo y mi incapacidad para llegar a una conclusión, supe que ese niño del otro lado estaba más solo que yo, y ante esa revelación, con un balbuceo que lanzó diminutas y blancas gotas de espuma que terminaron estampadas en la parte superior del espejo, justo donde estaba mi pelo y su pelo, grité que ese no era yo. Al verlo así, con el pelo ya blanco, repleto de gotitas de espuma de crema de dientes, comencé entonces a contemplar la idea de que ese niño quizás sí podría ser yo. Y pensé en mis solitarias caminatas de la casa al colegio y del colegio a la casa; pensé en la versión de pasta dura de El principito que mi mamá me había dado hace un par de semanas, por motivo de mi cumpleaños. “Los adultos siempre necesitan explicaciones”. Esa frase. Sí, esa frase. Esa era. La había leído la noche anterior, minutos antes de que me quedara dormido, minutos antes de que papá se fuera a beber y me dejara solo. Página 10 u 11. Poco importaba. Esa frase me salvó en ese instante. Ignoré los ojos, el pelo con motas blancas casi que de anciano, las cejas, la quijada. Todo. Seguí lavándome los dientes, mirando ya no de frente, sino hacia abajo, hacia los labios, consciente de que nunca en mi vida podría verlos enteramente, a no ser de que fuera con la ayuda de un espejo.
Al salir del baño, papá sostenía ya la sotana púrpura en sus manos; media hora más tarde, yo estaba ya montado sobre unas andas de madera podrida, fingiendo cargar la cruz de un Jesucristo azotado y ensangrentado con los dedos de yeso de los pies y de las manos rotos y maltratados, con la piel arrugada, envejecida. Ahí estaba yo, intentando mantener el equilibrio, de cara a un sol picante, mientras que mi padre, abajo, perdido entre los costaleros y viéndome sostener una cruz que no era mía, me rociaba el rostro con agua en bolsa.
Hoy vivo en Estados Unidos. Leo a Marx y me río. Amo a mi papá y continúo bañándome con agua caliente.
Y papá, próximo a jubilarse, con la última prima de diciembre que le dieron antes de que Uribe humillara más aún a los docentes, logró comprarse un calentador de agua.
No puede vivir sin él. ♠
Juan Esteban Villegas (Medellín 1985). Licenciado en literatura de la Universidad Estatal de Montclair (Nueva Jersey, E.E.U.U.). En septiembre del año en curso, comenzará un doctorado en literatura y cultura Latinoamérica, con énfasis en la novelística indigenista de la década de los 40s. Por ahora, se encuentra trabajando en su primera novela. Correo electrónico: jevillegas85@gmail.com
Aunque sea la novela un género de la madurez de la vida, hay en la prosa de Juan Esteban Villegas un novelista en ciernes. Por oposición a la síntesis que implica la metodología del cuento, la novela es un género analítico y totalizador. En “Memorias termales” se puede apreciar la capacidad narrativa de Villegas para aprehender la totalidad y desglosarla en partes menores. El periodo sintáctico es ágil, fluido y desenvuelto; la adjetivación, sobria y precisa; y los contenidos temáticos e ideológicos, variados y múltiples.
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